jueves, 10 de agosto de 2023

The Bear. Segunda temporada.

Los primeros capítulos de la segunda temporada de The Bear no son lo que nos habían contado (al menos, en la primera). Moho, propósitos, números de teléfono falsos, mitos que se te caen, reuniones familiares, palidez que salta a la vista y un montón de lugares comunes (¿se puede seguir escribiendo lo de “lugares comunes”?) al más puro estilo canción de relleno en un álbum doble de una banda que lleva poco tiempo de gira con un gran primer disco en el mercado. Y la depresión postcovid que hace salir a los fantasmas de marzo del pasado (cierre de locales, adiós a historias de bares, llantos por lo que pudo ser y no fue) y el melodrama (sin Anthony ni NY, que estamos donde el viento) reluce, por momentos, de más. ¿Quizás demasiado Wilco en nuestras vidas? ¿Quizás no queremos reconstrucción cuando solo tenemos casilleros vacíos y gorras del pasado? ¿Quizás no nos hemos sacudido el moho pendiente en nuestras almas perdidas? Pero, de pronto, una cena navideña, un combate de lucha libre, lo cambia todo, o hace que entendamos muchas cosas, o algunas cosas. Algún detalle, y no solo pequeños: tenedores, osos, uñas rojas, primos ejerciendo de primos y ratas ejerciendo de carroñeras. Lo que era y no pudo ser, o se truncó, o acabó con casi todo y explica aquello que nos chirriaba, aquello en lo que no podíamos creer y tuvimos que hacer. Caminos paulinos que, sin pesebre y con siete pescados, hacen que lancemos atunes fuera y lo negro se tiña ala de cuervo. O sobaco de grillo. Y después, catárticos todos, es una agonía larga, una de esas que Manuel Alcántara definía para que los que no sabemos definir sepamos la forma de definir los asuntos sangrantes. Pero hay vida con la resurrección, y la resurrección se traduce en un recuerdo (y no solo sonoro) de la primera temporada, con unos capítulos finales que no dan tregua, que te llevan a la extenuación, que te exigen atención y sentimientos, que te encierran en una nevera en la que, entre congelados, te hacen decir lo que no quieres decir, pero debes. O tal vez, todo sea una equivocación, “porque los errores no forzados son contagiosos”. Y en eso, precisamente en eso, The Bear transmite, es contagioso para lo bueno, porque “tachar no es una ciencia exacta”. Nos muestra el modo de equivocarnos, de escapar del error (o, por lo menos, de intentarlo). Y seguimos creyendo en el Animal de Pearl Jam. Mucho.

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