viernes, 22 de diciembre de 2023

El encargado. Segunda temporada.

“Nunca me han gustado las personas que trabajan de ser buenas. Son las peores”. En la segunda temporada de El encargado toca reflexionar sobre la desconfianza absoluta, sobre lo maquiavélico, sobre lo que somos capaces de hacer (o incitar a hacer) en caso de defensa propia. ¿Hasta dónde somos capaces de llegar? ¿Cuál es nuestro límite? ¿A qué locura llegamos en nuestro manicomio existencial? La vida se acelera, como las buenas canciones de los Artic Monkeys, y antes o después, puede descarrilar. y te conviertes en un Baldwin en Sliver, y te da por sacar la lupa aunque no te haga falta. Viva el resentimiento, y “la defensa de los pobres tullidos” (ah, no, que todavía no estamos hablando de Sospechosos habituales, aunque siempre es buen momento para hablar de Sospechosos habituales”. Y la familia, y el aceite caro, y los pactos germanosoviéticos, y las rancheras, y los medioparacaidistas y esas frases que se te quedan clavadas en mitad de una madrugada que va del desastre a la pesadilla: “Eviten estas manifestaciones, así primitivas, fundamentalmente en los espacios comunes porque hay mucha vieja retrógrada aquí en el edificio. A mí no me molestan lo más mínimo, son conductas humanas muy rústicas que no le hacen mal a nadie… más allá de lo antiestético”. Y como esa, muchas más, porque siempre es bueno preguntar, a la hora que sea y en cualquier contexto: “¿A qué hora se castran los hámster machos?”. Pero siempre hay un velatorio al que asistir, siempre una enfermedad que inventar, siempre una suspensión de tres semanas que llega a tu vida y no podemos ser equidistantes: “En la vida no hay medios. Entre los bomberos y el fuego, no puedes ser neutral”. Y en El encargado hay mucho fuego. Y del bueno.

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