martes, 5 de diciembre de 2023

Mi padre alemán

La culpa y el desarraigo. Al principio de Mi padre alemán, Ricardo Dudda subraya esas dos palabras para hablar de este libro que “es un collage, es una exploración del pasado familiar”. Y todo empezó con un trabajo de bachillerato aunque él no lo supiese en ese momento. Viva el bachillerato. Vivan los trabajos. Viva Mi padre alemán, y viva Prusia, y todo lo demás. “La vida es quemar etapas y no mirar atrás”. Habla RD de su padre como "un luterano bastante heterodoxo", de los de velas encendidas (como mi madre ante cualquier acontecimiento, o examen, o viaje) pero que desde su llegada a España en los 60's cambió su visión de algunas cosas y siguió con sus manías e historias mentales en otras: "Ha sido y será siempre el único alemán prusiano luterano trombonista refugiado de la IIGM que le reza a la Virgen del Rocío". Les hablé del libro a mis alumnos de 1º de Bachillerato, del hambre y los cambios de fronteras (hay vida más allá de Alsacia y Lorena) y también les dije que aparecen bandas de música del Cabezo de Torres, y Mazarrón y de que las veces que ha nevado en Murcia y de las fotos que guardamos en casa en esos días. Es un poco lento el libro pero nos vale para entender muchos asuntos o, por lo menos, intentar entenderlos (casi como nos pasa, todos los días, con el Wilco de Templeton). La historia de este prusiano luterano que vive en tierras de Mazarrón nos lleva a leer sobre Prusia: "Los prusianos siempre se consideraron especiales. Eran alemanes pero no unos cualquiera". Nadie es cualquiera, decía el hombre de la camisa verde, con su caída de ojos, tanto o más importante que la desaparición prusiana. Apostilla RD: "Fueron un imperio antes que Alemania, y una de las grandes potencias del centro y este de Europa durante siglos. Cuando el Reino de Prusia se integró en el Imperio alemán, conl a unificación de Bismarck en 1871, Prusia se convirtió en su Estado más poblado e importante. Prusia fue, durante décadas, especialmente en sus años expansionistas e imperialistas, el verdadero esqueleto de Alemania, una especie de patria dentro de otra patria". Patria sobre Patria, que Aramburu anda por Alemania más que por España. Eso de esqueleto no siempre se entiende. Añade Ricardo, que se llama así por su abuelo alemán: "También fue su esqueleto ideológico. Era el núcleo germánico, teutón, militarista y reaccionario de Alemania. La concepción prusiana de la política era feudal: unas pocas familias de aristócratas controlaban la tierra y mantenían en un estado de semiesclavitud a sus súbditos, que solían pertenecer a minorías étnicas y religiosas". El cuadro es como la silla eléctrica: un lugar con encanto. Alentador. Llamativo. Más madera para la combustión germánica: "Sus políticos eran célebres por su desprecio a la democracia, su reaccionarismo y su obsesión militarista". Y luego, sin peligro, la opinión de historiadores, que "creen que detrás del nazismo había un largo linaje de valores autoritarios que comenzaba con Prusia. Goebbels convirtió Prusia en un personaje clave de su propaganda; Hitler elogio el espíritu prusiano en Mein Kampf". ¿Y eso? ¿Su significado? Escribe RD: "Prusia significaba el deber, la disciplina, la obediencia, los valores tradicionales". Como un colegio de monjas que pegan a sus alumnos, que atan la mano a la silla a los zurdos. A los zurdos. Y luego sigue en la página 32 hablando de lo determinante de las regiones (existan o no), porque “mi padre se considera prusiano luterano por una mezcla de orgullo y melancolía”. Y luego, como todo es feudalismo (o canción de Oasis, o Roma, o himno generacional con la gloria del amanecer), habla de semiesclavitud, de pocas familias, de “políticos célebres por su desprecio a la democracia” (como los de ahora, vamos), de poderío de los ejércitos, o del ejército, que todo es 1864 y Dinamarca existe de milagro. Vivan los masurios, su épica (también masuriana) y viva el Danzing de entreguerras y su “caos identitario” en esa época (acabo de juntar en una frase épica y época (faltaría epopeya según el hombre de la camisa verde). A los alumnos les llama mucho la atención (o, mejor dicho, a los que le llama la atención algo que cada vez son menos, o quizás menos nos llama a todos el desinterés de la mayoría) el asunto de los DNI’s: “Uno podía nacer de una nacionalidad y morir de otra. A principios del siglo XX, en Europa del Este, un individuo podía ser ruso toda su vida y morir lituano; nacer ucraniano y morir polaco; ser de origen alemán, vivir en Polonia unos años y morir como ucraniano”. Subraya el autor las ambigüedades, de superstición y autodeterminación (no como ahora, que todo es mentira), y de la falta de brújula en todo, en toda Europa: “Hubo épocas, comprensiblemente, en las que los habitantes de Europa del Este y Central no sabían muy bien que nacionalidad tenían. La confusión es tal, incluso para los descendientes de los supervivientes, que hay una industria de la memoria alrededor”. Toquen gaitas, a espuertas (si alguien sabe lo que significa eso). Pero la historia del padre alemán también es la historia de alguien que fue jefe y se hacía escuchar, de abuelas que estaban siempre de luto (siempre se muere alguien, pijo), de fotos de batallones de la IGM y de que “las derrotas son tan simbólicas para el nacionalismo como las victorias” (hace un tiempo siempre decía, continuamente, aquella cantinela de cerveza sin alcohol de que “siempre salimos perdiendo”, como un Atleti en final de Champions). Sigamos con Masuria, región de regiones y en la que todo estaba claro desde el principio: “El apoyo a los nazis en Masuria fue altísimo. Fue la región del Reich donde el NSDAP obtuvo sus mejores resultados. En Johannisburg, el distrito donde estaba Kurwien, el voto de los nacionalistas casi llegó al 70 por 100 en 1933”. Nazis todos hasta que todos dejaron de ser nazis, o nazis todos hasta escuchar a George Harrison en vez de a Boygenius (¿de verdad, Mondo Sonoro, que son lo mejor del año?): “Prefiero ser un exbeatle a un exnazi, aunque preferiría ser un exnada”. Y la gente se muere, en familias de 14 hermanos, y en las de menos, también, aunque “en las zonas rurales el conservadurismo irredentista era muy común”. El conservadurismo irredentista, algo así como aquellos artefactos sonoros de Pleasure (o quizás estamos muy mayores para una cosa y la otra), y “el segundo Stalin” y la “Operación Aníbal”, y las cenas ligeras porque no hay otra cosa que cenar (ni comer, ni nada). Mi padre alemán es un libro de fechas y datos, de historia y de gente que “hasta el final de la guerra fue muy pronazi”. Nada como el pasado nazi en la familia alemana, porque estaba en todas. Y el mal tiempo (“tiempo de rusos”), y las violaciones, y la lectura de Los amnésicos, y “el partido de los resentidos” y de como “la polonización se asemejó a una limpieza étnica”. No sé si la gente culta alemán (cuando le pregunto algo de fotos de Tony Kros a mi mujer o de las de guerra, me mira mal, aunque yo también me miraría mal). Y las matanzas y los estratos dentro de lo germánico, porque “los alemanes occidentales consideraban a los prusianos del este, los silesianos, los pomeranios, como razas inferiores”. El libro, tiene para todos, aunque, como indica el autor, “la historia es un poco efectista y dickensiana” (viva Dickens por lo que valga). Y las bombas olvidadas hasta la sequía del Rin (o del Rin Rin que toca, viva Koblenz) y ese proceso de desnazificación convertido en una mezcla de show y olvido, de Sorpresa, Sorpresa y de Epílogo, y del síndrome del impostor convertido en icono para muchos. Y Maus y estados convertidos en cimientos de silencio, porque el silencio es lo mejor, no hay nada que lo supere. Y puestos a escurrir el bulto, con o sin empirismo radical (viva el número 207), se puede hacer hincapié en que Mi padre alemán ayuda a comprender muchas historias, muchas familias, muchos silencios. Y lo tenía escrito en su carpeta gris el hombre de la camisa verde: “Para las guerras siempre hay finales alternativos”. Pues eso. Lecturas diferentes pero que ayudan a entender, un poco mejor, muchas historias. Y la Historia.

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