lunes, 8 de enero de 2024

Slow Horses. Tercera temporada

Slow Horses, con sus disparos y sus carreras, con su inmediatez que no deja respuesta, supone aire limpio… desde una ciénaga. Está bien, otra vez, eddievedderianos todos, “tragar veneno hasta inmunizarnos”. Porque de eso se trata. De tragar. La vida, digo. Tragar, tragar, y volver a tragar. El problema es dejar de tragar. Alguna vez, con lucidez taciturna (y de la otra), digo de pensar (a los alumnos). Es difícil. Digo de dejar de pagar (todos a la vez), facturas; de sacar dinero del banco; de dejar de ir al IES (¿qué pasaría?). Los caballitos que no van al trote, ni corren, o son del Real Murcia, buscan un plan B. El plan b es un lugar con cajas llenas de lo que llenaba el hijo de la dama de la basura en Murcia, y, si encontramos algo, seguir buscando en otro sitio. O no. Como todo es mentira, mejor es no creer. La tercera temporada de Slow Horses, pone más velocidad al asunto, más mala leche, más sanguinario el momento de matar. Pero es lo que hay, que siempre lo recuerda Joe Crepúsculo en Baraja de cuchillos. O tampoco. En ese deseo perverso (carlosberlanganiano) continuo de llegar al extremo, al límite, Slow Horses siempre es un plusmarquista ejemplar, un verano de entrenamiento, una dieta que cumplir con ropa vieja (o, directamente, sucia). Un show, una escena detrás de otra (rápidas, lentas, y, sobre todo, medio tiempo). Pero no solo es la velocidad. Es el chascarrillo de palillo en la boca, de patata en la escalera, de invitación de abandonar el taxi en el que te subes (nada como no querer a nadie). Si lo de Chernobyl fue una prueba, Slow Horses es el penúltimo test para detectar narcisistas de panceta,, ideólogos del fin que se merecen. Larga vida a los caballos lentos.

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