sábado, 3 de agosto de 2019

Wild Bill. Primera temporada.

Pese a empezar reduciendo el asunto un poco a la elección entre lo bueno y lo malo, conforme avanzan los capítulos y los minutos, se ve que la primera tempora de Wild Bill es un buen ejercicio de honestidad. Lo intentan hacer bien, aunque no siempre lo consiguen. Pero es una serie que hace pensar: sobre lo que hicimos en el pasado y como esos hechos repercuten en nosotros y, directamente, en los demás. Lo que hacemos cambia la vida de muchas personas, sacando instintos desconocidos en algunos. El problema que tenemos con Rob Lowe es que pensamos (sí o sí) en El Ala Oeste de la Casa Blanca (por defecto, otra vez). Pensamos en su Sam Seaborn, como nos está ocurriendo en la tercera temporada de El cuento de la criada con Bradley Whitford (ahora con pelo y barba blanca, adiós al zanahoriarismo), que en vez del comandante Lawrence lo vemos como Josh Lyman. Cosas que pasan. A lo que iba. Independienteme de la motivación con la que empezamos a ver una determinada serie (y las pajas mentales que eso conlleva), no te hace falta un estado de ánimo determinado para ver cualquiera de estos seis capítulos. No. Siempre sacas algo en claro: la vanidad de los compañeros, la jodienda de los esterotipos, el valor por defender a un familiar, la locura, el descontrol, el odio al que viene de fuera a ocupar un puesto mejor que el tuyo. Tiene de todo esta primera temporada de Wild Bill. Traición, cadena de mandos, tuertos sin principios y ruskis con todos los vicios de los ruskis. Y cuando la serie parece que se queda en algo aséptico y condescendiente, con el jefe de policía viudo y criando solo una hija de 14 años, el relato (ahora que se lleva tanto lo del relato entre Pablo y Pedro) toma un cariz que te lleva a los hígados familiares, a las noches de cristales rotos, a traicionar a tu gente por tu familia, a sacrificar tu integridad por una cuenta corriente, a matar a tu hijo sin que el sepa que tú eres su padre, a vender tu integridad cogiendo brócoli por 650 libras al mes. Como casi siempre. Al final, después de tanto barniz, Wild Bill es un cuadro para pensar sobre dramas familiares, los que tenemos desde siempre y los que nos vienen de fuera, los de la finca conlindante a la nuestra y la que nos soborna y hace sacar nuestra peor casquería. Y todo lo demás, también.

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