lunes, 16 de mayo de 2022

Facendera

La primera frase de Facendera me ha transportado, con la tripa vacía y sin pizza de queso, al Nathan de las primeras temporadas de Misfits, y a aquellas preguntas que nos dejaba enfundado en aquel mono tan peculiar: “En una pelea entre un oso y un tiburón... ¿quién ganaría?”. Preguntas que nos hacemos, de forma recurrente, aunque no siempre con motivo aparente. Empieza Óscar García Sierra haciendo referencia a la mutación del “pringao”, del perdedor siete días a la semana pero que durante unos segundos ganaba reputación con chunda chunda, con música ratonera, gracias a sus altavoces. ¿Qué hubiera sido de toda una generación sin unos buenos altavoces en el coche? Estoy recordando, visualizando ahora mismo mientras pienso en esos altavoces, en aquel Renault 5 Copa Turbo que tenía uno de mi pueblo, y con el que casi se mata. Otros se mataron y no llevaban aquel Renault 5 Copa Turbo, pero es que ese coche estaba muy guapo. Guapísimo. Y entre la página 10 y 11, OGS te pinta el asunto leonés de cierres de minas, de térmicas y de fábricas varias y el modo en que eso afectó a todo Cristo. Un sindiós. En el verano de 2010 pasé unos días en Cacabelos en casa del compañero Juan Carlos García Barba y Ana Belén Raimóndez Yebra, y toda esa ilustración que nos hace OGS de muertos de hambre y personajes con miedo a convertirse en muertos de hambre, es la que vi allí entre el río y los bares, entre los cortos y las cervezas, entre la noche que no acaba y la persiana que se cierra contigo dentro. ¿Cuándo llega el momento en el que te das cuenta que has perdido sin ni siquiera jugar? Algunos se dan cuenta desde siempre, porque no han vivido otra cosa. En ese himno que es Pizza de queso, escuchamos: “No tengo la fe y tengo la D de la derrota en mi piel, en mi piel...”. Derrota infinita. Y de eso, desde el principio, te das cuenta de que va Facendera. De la puta derrota. En unos sitios les sale El año del descubrimiento y en otros Facendera. Cacabelos era provincia de León pero no León, era el Bierzo pero no Ponferrada. Es una jodienda esto de marcar territorio, de poner banderitas, de contar torres y castillos en emblemas, y cruces de Covadonga y mierdas varias, porque luego todo eso se sataniza, todo eso se corrompe y te sale Muerte en León, o te sale una torre torcida, o una vidriera que se jode porque ponen la música muy alta en la plaza de Belluga en un programa llamado Murcia, qué hermosa eres. Todo mentira esto de las banderías, y las taifas, y las parias solo las pagamos los de siempre mientras otros se ponen camisetas de Ayuso, Puigdemont y Lambán. Vaya tropa. Pero no me quiero distraer, que la mascarilla me ha salido demasiado barata, o cara, o Feria sin Ana Iris. Pero todo eso (he repetido Pero para empezar dos frases seguidas, será por algo), ese ánimo por describir el follisqueo en las fábricas cuando te miraban, da igual. Es prescindible. Es de tercero de primaria, pero en cada sitio y en cada lugar pasaba en unas fechas y momentos. No digo que el relato, los coches y los dueños de los coches, sea perecedero. Quizás lo es para los que lo vivimos en primera persona; para el resto, quizás (no lo sé) a lo mejor no. O sí. Tampoco veo despectivo escuchar bacalao después de comer, o escuchar a Hans Zimmer a las nueve de la mañana o hacer el himno fundamental de Morricone (¿no sé cuál es?) himno generacional. Todo es mentira, y en la música, más. Es una opción personal, un odio o una adicción, que decía el hombre de la camisa verde. Y las Pumas (sin atar), como todas las modas: mentira, modas envejecidas, escoria sobre un Mar Menor que quiere definitivamente morir pero no muere. Aunque no me gustan muchas frase de OGS, me gusta eso de “sincronizar su felicidad”. Lo describe bien, y mira que no me gustan las descripciones. No es fácil, no. Y nada como vomitar con ruido. Y va a ser verdad que eso que “la percepción del tiempo es caprichosa”. Muy caprichosa. Mucho. Y que buenas están las pipas, sean Tijuana o no. Y nada como meter en una lista a “carlistas declarados”. ¿Quedan carlistas declarados? ¿Dónde? Y luego hay frases de esas que resumen una situación estructural, una época, décadas de mierda “Había tanta gente en paro que los viejines del pueblo, con los ojos inyectados en sangre y con la cara que parecía que estaba derritiéndose, tenían que madrugar para coger sitio en la barra”. Madrugar para eso, joder. Y esos bares, inconfundibles, donde los sabores se confunden, los olores se mezclan y los relojes no se miran porque no hay prisa por salir, porque no hay una mierda que hacer: “El café sabía más a tortilla que la propia tortilla, que no sabía a nada”. Pero luego, el cuerpo sabe: “Las cervezas, a medida que se acumulaban empezaban a saber a cerveza”. Y estar triste, “aunque ni Dios lo reconoce”. Ni Dios. Y aunque el principio es importante, no siempre es lo más importante. Facendera tiene imperfecciones al principio, pero luego se endereza, aunque no sé si reescribir los principios es importante o prescindible, es escupir en el mar o escuchar a Led Zeppelin en bucle: “Como quien reescribe el comienzo de un relato pensando que es la parte más importante”. Y cuando no crees que todo sale como debería salir, piensas y si eres OGS escribes: “El cielo parecía el suelo de un bar de viejos”. Y coger, como todos hemos hecho, perras del monedero paterno, o materno, o del que sea. Y el gris de todo, y el verde de lo demás, o del resto, o de lo que no sea gris, que todo en la vida es gris, antes y después, durante y mientras tanto. Y cuidar el césped de un campo en el que nadie juega… por si acaso, o por si Feijóo, que hubiera dicho el hombre de la camisa verde. ¿Alguien sabe el nombre completo del sucesor de Feijóo? ¿Y su nombre? Pues eso, todo mentira. Y luego va el cabrón, y describe la rutina y buscas un espejo y tu careto: “Esa semana los días pasaron como un vendedor ambulante un sábado por la mañana”. Y los gatos. Hay personas que me censuran que tirara gatos con la tita Isabel, porque había que tirarlos. Hágase querer por regaladores de consejos y censores de hechos pasados. Y amortajar, después de beber o no. “Solo la primera muerte es una herida, las demás son tiritas”. Y si no hay que pensar, o no querer pensar, o no querer mentir, siempre queda un plan B: “En eso consistía una relación, en escuchar al otro para no tener que escucharse a uno mismo”. Y las obligaciones que pensamos que eran obligaciones, cuando simplemente eran una mierda: “Con la tranquilidad del que hace los deberes de inglés justo antes de que llegue la profesora a clase”. Y en ese retrato, el de las mentiras y estirar el chicle, el de vender historias que trufamos con una carne que huele mal, el de volver al lugar del crimen, en ese momento es en el que Facendera se hace una gran novela. No hacen falta saltos de circo, sino un día a día cruel e hijoputa, de lugares comunes y de ese último minero que “pasaba droga en el piso de protección oficial de su madre”. No hay tiempo para los errores porque la vida es un error. Escribe OGS: “Las mudanzas son a nosotros lo que las matanzas eran a nuestros abuelos”. Pero todo fin llega, sea el del carbón (suena todo a chiste macabro con la actual crisis energética, preámbulo del gran cebollón que nos espera el invierno próximo) o el de una historia que se alarga en el tiempo, y ya lo define el autor como nadie: “El tiempo es como un chicle que recupera su sabor de vez en cuando”. Y a toda persona, como a toda central térmica y a sus tres chimeneas cincuentonas, le toca su San Martín particular. Pero lo jodido sigue ahí, siempre ahí, porque “todo es reemplazable excepto el dolor”. Y únicamente queda la derrota, la del partido de ayer, la del equipo de fútbol y sus secretos y la de mañana, que será derrota infinita: “Son mucho más nítidas las imágenes de las peleas futuras que los recuerdos de las peleas pasadas”. Lo dicho, Facendera merece mucho la pena. Una gran novela.

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