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martes, 24 de diciembre de 2024
Sherwood. Segunda temporada.
Cuando uno abre cicatrices del pasado, pus y sangre se mezclan, y te lo puedes tomar a la irlandesa, con un buen licor, o no tomártelo. Sherwood vive de la venganza, del pasado que se mezcla con un presente en el que hay balas, tijeras de podar, grupos de atormentados y diferencias que no se pueden rebajar. Con un ritmo pausado pero que siempre va creciendo, el drama, mezclando lo carcelario y lo mafioso, lo intempestivo y lo fiestero, nos mete en un jardín con buena maleza de la que, aunque cortes, sigue creciendo. Minas que vuelven cuando menos te lo esperas en un mundo lleno de mensajes, y ninguno es bueno. Hágase querer por las fotos de la Thatcher, por las palmeras interiores, por los retratos y las estrategias fallidas. Veneno para todos. Nada como “adelantarse a la narrativa”, pero la narrativa te come. El relato, las redes antisociales, el sistema, el bosque, la droga, los coches negros, los caballos y la forma de mandar a la mierda a la mismísima mierda. Y el miedo a volver al pasado, a esa “cultura a no hablar”, porque “sé que la gente no tiene fe en las instituciones, en la policía en particular, en los líderes, porque yo tampoco tengo fe, y tendrán que esforzarse si quieren recuperarla”. Adiós al control, adiós a la calma: viva el egoísmo, y la página 50 de los libros, y las bibliotecas cargadas de sorpresas. El tono y la pausa, para otro día, para otro cepillo y otra espátula con la que eliminar la pintura seca y podrida por la humedad. “Cada uno crea su destino”. O no. Y como doña Sara, fumando esperamos respuestas. O sin fumar. Pero esa respuesta siempre es venganza, y desencadena el caos, el mismísimo infierno, la barbarie, una puta cruzada en la que todos salen perdiendo y no hay tierra ni nada santo que salvar. Glu, glu.
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