miércoles, 27 de noviembre de 2019

Hernán. Primera temporada.

Demasiados saltos temporales en la primera temporada de Hernán. Demasiados. Mundos por explorar partiendo de un Medellín español que queda muy lejos del americano. Tópicos y sangre, locura y perversión la de aquellos primeros conquistadores en casa ajena. Escaramuzas ante grupos que no eran hipernumerosos. Indias y concubinato, escaleras de terror y cerrazón chaconesca, vigas y huidas y vueltas atrás y más leucocitos saltando desde la televisión a sofá. Oro que buscar y oraciones que rezar, libros que escribir para dar detalle e todo lo que ocurría. Cambio de cromos, plumas en el pelo, indígenas que desnudar y vírgenes que desde su tablas lloran por los soldados del rey. Dioses humanos y cantos de guerra, y el otro Dios siempre en la boca a la hora de pensar, de creer y de buscar un plan b donde únicamente había un plan a. Tribus que aniquilar y cartas que jugar. Destrezas en mitad de un dantesco juego de ajedrezen en el que hay que matar o morir, sobrevivir hasta que el oro funda y Moctezuma muera. O lo maten. Y se vuelve a comprobar el axioma: el Infierno está lleno de buenas intenciones. Noches tristes, ojos azueles, quinto del rey, soldados castellanos y los iris de Doña Marina. Y no solo los iris.

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