lunes, 14 de marzo de 2022

Yellostone. Segunda temporada.

Hay veces que no solo un versículo nos sirve. Proverbios 17, 17. Con los versículos pasa como con la vida, que la traducción nos pierde. Deberíamos volver a Borges. A leer a Borges, o a leer lo que Bioy Casares escribía sobre Borges. Con la segunda de Yellowstone nos pasa algo como con las traducciones de la Biblia, depende de la perspectiva con la que queramos describirla. Sigue con la historia del hijo pródigo, aunque no siempre es el mismo en Yellowstone. El listo no lo es tanto; el borde sigue siendo cafre con ánimo de bronca pero tiene su corazoncito; la hija de un Satanás zanahorio será siempre una hija de Satanás zanahorio. El pasado y la muerte siempre presente, sea del hijo de un loco o de 347 vacas envenenadas con trébol maligno. Incide esta segunda temporada en las muertes que no se esperan, en los huecos que los muertos dejan en el alma, en la posibilidad de reincidir y de no olvidar. El asunto de los indígenas no sé si tomarlo como una concesión o una irrealidad, como un vestigio de principios olvidados o un momento de debilidad en el guion: realmente me desconcierta. O quizás queremos sustituir cromos sin brillo por otros nuevos que no contaminan, cambiar lo rancio por lo brutal, lo espeso por la lúcido. Quizás deja menos frases que apuntar que la primera temporada, pero los malos siguen siendo bestias, sigue el enfrentamiento en un valle en el que no siempre vale ponerse un sombrero porque siempre hay deudas que devolver y señales de una cuerda en un cuello que pende de demasiados hilos. Yellostone nos muestra que todos somos prisioneros, que buscamos cárceles aunque no las necesitemos y que la venganza no es solo infernal sino que da vitalidad. Infiernos en vida, como todos los días. Buena reflexión para tener en cuenta que nada es eterno pero que podemos, aunque sea por un tiempo, eternizar el dolor en todos los sentidos.

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