Ayer vi Los Falsificadores. La locura de vivir junto a cadáveres. No pagaban alquiler. Eran la escoria al servicio del Führer. Les gustase, o no, la vida era así. Eran privilegiados dentro de la monstruosidad. Frío, piojos, pero visto lo visto, buenas camas. Judíos que desde su campo de concentración hicieron 132 millones de libras. Pero por dentro, sentían, se sentían, lo peor. Los campos de concentración: conjunto de desheredados sin país, números que recitan su número. No tenían nombre. Vasallos de un dictador sin victoria. De un Berlín escupido. El juramento de fidelidad del burgués judío llevaba implícito una serie de servicios. Feudalismo puro y duro. Un lugar que no huele a margaritas, ni a mariposas. Ajusticiamientos al ritmo de tenis de mesa. El encargado del campo le dice al protagonista: “Hacéis negocios hasta con la vida de un compañero”. Su esposa, deja otra joya: “¿Los judíos podéis tomar azúcar?”. Cada vez menos por lo que llorar, menos por lo que luchar. Canta Pigmy. “Te vendes en un todo a cien”. Aunque el bueno de Willy también dice: “Los muertos son semillas que al plantar tal vez vuelvan a brotar”. Pues eso, supervivencia germánica y venta al por mayor. Y punto.
Hace 58 minutos
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