Descubrí a
Nick Hornby con
Alta Fidelidad, una de las obres cumbres de la postmodernidad. La peli que hizo Frears sobre el tema está a la altura de los films que unen vida y música, como
Casi Famosos. Con estas premisas,
31 canciones, según su autor, no es un libro de crítica musical, sino la opinión de un loco por la música, de alguien que literalmente dice que hace libros porque no sabe hacer canciones. Estas
31 canciones, entre las centenares de miles que habrá escuchado Hornby en su vida, son una escusa para hablar de todo en general y de muchas cosas en particular, porque toda opinión sobre el arte es cambiante. Y en este libro las comparaciones sobre vida, música y literatura son constantes, como permanente es el sentimiento de estar en el sitio equivocado, de haber nacido a destiempo. El problema es que todos somos seguidores de algo, fans de alguien. En este sentido, en la particularidad de las interpretaciones está el quid de la cuestión. Y todo es contado desde la óptica y la creencia postmoderna de esa clase media europea que se cree poseedora de algún tipo de verdad, de ese hecho por el que te crees que el proceso histórico, sea materialista o no, te hace superior. En este particular, Hornby asegura, con razón, que el arte no es democrático, como no lo es el miedo a la muerte y a la vida que tenemos todos (a la nuestra y a la de los que nos rodean, con el ejemplo ilustrativo de su propia familia).
Todos tenemos un día malo, como lo tuvo Pablo camino de Damasco (o bueno, según se mire). Y en esos días siempre encontraremos una canción pop, y, en todos los días, habrá una balada, una canción que repite la letra, y el estribillo, y la letra otra vez, y todo lo demás. La problemática surge en la caída de la autocompasión, sobre todo, cuando, además, no hay nada más. Es como cuando Nacho Vegas dice que “probaré a morir un poco, y volveré”.
Esa metáfora continua que es el pop es reflejo de la existencia misma, porque es imposible no estar noches enteras sin dormir por culpa del pop. Si algo nos enseñó Hegel es que la imparcialidad es imposible, por lo mismo que el espíritu dirige la Historia. Lo malo es que somos seguidores de músicos, y, encima, sin talento. Y entonces te das cuenta de la suerte esquiva. Y todo se hace coincidencia, incluso la emoción. Observas acordes, puntos, guitarras, bajos, baterías, y te has creado una mitología, un Panteón musical de escasa complejidad, y todo es desprecio. Eso es, precisamente, lo que ocurre cuando simples personas son convertidas en Dioses con mayúsculas. Estoy hablando de una relación de misticismo entre vida y música, pero también de devoción incontrolable y condenada hasta la muerte, hasta tu muerte, en la que
ya debes pensar que música deberá sonar. Ya lo decía Kant, las exigencias y los fines de la razón. Y te haces viejo, te salen canas, y te das cuenta de las cosas, y te ves ante el espejo un domingo por la tarde con una bata, zapatillas de paño y camisa de franela.
Todo cambia, ya lo decían los Byrds. Y todo siguen siendo prejuicios y estupidez, no sé si entendida o no. Pero todo eso es la mentira de la postmodernidad.