domingo, 2 de octubre de 2022

Apagón. Primera temporada.

Con lo mucho que me gustó El gran apagón y lo desconcertado que me ha dejado Apagón. Cuando vas a la prensa repiten que la serie se ha inspirado en el podcast. Pues no lo veo yo así. La idea, quizás. Pero son ligas distintas de deportes distintos. Escuchar El gran apagón era adictivo (yo lo hice poco antes de la pandemia y con el coronavirus ya en el horizonte). Ver Apagón ha sido, salvo el primer capítulo, monótono. Han llevado la historia a lo marginal, a lo maqui, a lo escondido, a poner la voz en los que vinieron y no tenían nada mientras que los de aquí, observan. No sé la opinión de José Antonio Pérez, el creador del podcast, pero no sé si estas interpretaciones tan libres son originales o buscan llevarlo todo al extremo. Para mí ha acabado siendo la gran decepción, pero es que lo sonidos imaginados son difícilmente expresables en imágenes. Veo esta primera temporada menos incisiva que El colapso, menos imaginativa que Anna, menos brillante que Station Eleven. Pretende hacernos comparar, en el primer episodio, una muerte episódica (mejor dicho, 43 muertes en un accidente de tren) con lo que viene después: el caos. Y a ese caos se llega a través de llamadas familiares, a través de una Protección Civil que no protege, a través de un fallo eléctrico masivo, a través de eventos que pasaron en 1859 y que no se repiten hasta que se repiten. Y con el icono de una batería de móvil que se acaba, y que se ve que puede volver en cualquier momento, no hacen esperar algo llamativo pero nada nos llama la atención, todo nos suena a otras cosas vistas y escuchadas con antelación. Alguna frase salvamos: “Hay que invertir un poco más en ciencia”. En esa marginalidad que impregna esta primera temporada, nos llevan a arrabales que todos conocemos (o por lo menos, nos hacemos la idea), nos llevan a hospitales al borde del abismo, nos muestran a personas desesperadas en un mundo desesperado. Y el campo aparece como elemento catártico aunque insufrible, variable como él solo. Manchas solares que cambian vidas, y asesores de mierda para ministras de mierda que parecen reales porque sueltan por su hocico frases que podrían ser verosímiles. De lo positivo, en ese primer episodio, nos muestra la posibilidad de redención a partir de opciones rechazadas por los políticos, porque en la estrecha mente de los políticos hay que ahorrar dramas en épocas de mentiras. Los políticos lo joden todo. Prepararse para estar preparados no entra en su mente. Un político no piensa en el caos, piensa en el tamaño de sus genitales. Mientras tanto, hay personas en primera persona del singular que buscan ropa de abrigo, botiquines, comida, pilas, gasolina, que se van al campo, que vuelven al Medievo en mitad de su peste particular. Todos tenemos, en algún momento, nuestro episodio de Peste Negra o de Pequeña Edad de Hielo en nuestras vidas. Y como la mafia, cuando todo es caos, toca pensar en la familia, en salvar a la familia. Siempre. Recuerdo a Tony Soprano y la piscina y su hijo y las locuras. Cuando estoy con los jóvenes en clase siempre les pregunto si podríamos vivir sin semáforos, sin policías, sin médicos. Siempre añado que los policías, como los médicos y los profesores, como esos mismos semáforos y los teléfonos móviles, somos un mal necesario. Y no sabemos vivir sin teléfonos móviles. Y entonces pienso en ese asesor, de esa ministra, soltando mierda por su boca: “No se puede alarmar a la gente sin un motivo real y un riesgo posible no es un motivo real. Nosotros tenemos que tranquilizar y trabajar, porque si pasara lo que nadie quiere que pase, que es impensable: ¿a quién culpas de lo impensable?”. Y luego te acuerdas de los padres de ese asesor, y de esos políticos y de la cantidad de dolor que se habría ahorrado si no hubieran nacido.

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