lunes, 19 de diciembre de 2022

14 (de Jean Echenoz)

No tenía conocimiento de 14 de Echenoz hasta que el amigo Sergio dijo que se lo mandaba a sus alumnos para que se lo regalaran por Reyes. Un buen regalo para algunos; lo de siempre, para la mayoría. Salvo una ínfima parte, esa es una guerra perdida, y no solo la del catorce, no solo en la que llaman a rebato las campanas de un sábado, no solo por el recuerdo de tallas ajustables únicamente para los primeros. Nada como recoger tu mortaja, tu ropa de muerte, tu cuadro sin lienzo, tu gran mentira sin mentira. Volví el jueves 17 a poner en clase los primeros minutos de 37 días, pero los bostezos del personal eran indicativos: ni Francisco Fernando, ni Sarajevo, ni telegramas desde los Balcanes, ni embajadores con bigotito. Nada les interesaba. Vuelvo a 14. Bigotitos de una generación que murió con su bigotito generacional. La guerra del ruido se llevó a los bigotitos. Con fotos, pero se los llevó a casi todos. A muchos. Habla Echenoz de velocidad, de reservistas viejos (de los 34 a 49 años), Resaca, bebida y disfrute de una noche por si es la última noche. O la penúltima. Precoces todos antes del infierno, desfilando todos como en un acto de sumisión valiente, como un árbol podrido que se resiste a caer pese al viento y las inclemencias. Tiza e himno nacional, ingenuidad hasta el tuétano. La confianza, ese asco del que todos nos enorgullecemos y nos lleva a la barbarie: “ Pero en general la gente sonreía confiada, pues a todas luces aquello duraría poco, regresarían enseguida”. Hágase querer entre Nantes y las Ardenas, o entre unas vías demasiado estrechas, o con un rictus de felicidad más falso que el penúltimo cómic de moda. Y la burguesía y sus cuitas y sus libros y sus cuadros y sus preocupaciones sin necesidad: perfumes y medias que tienen su utilidad hasta que dejan de tener su utilidad. Cartas que se esperan, en paralelo, para aumentar la mentira de la mediocridad burguesa. Y sale un jardinero, cojo y sordo y riegue aunque no pidan agua esas plantas, como bebemos sin sed y respiramos sin motivo aparente. Todo es un otoño eterno, y hay demasiada hoja muerta en el suelo. Demasiada. Patriotismo y objetos perdidos, simbolismo de una guerra que dura hasta hoy. Y el tiempo, siempre medido con irregularidad, con prejuicios, siempre mirado por encima del campanario, aunque no sea sábado: “También todo está más tranquilo porque hay menos gente, sobre todo hombres jóvenes en la calle, o muy jóvenes, pues estos, convencidos en su mayoría de que el conflicto será muy breve, lo ignoran y no quieren preocuparse”. Hace Echenoz un listado de los lisiados y miopes que, temporalmente, se escaparon de la barbarie porque la barbarie física ya estaba en ellos de alguna manera. Pero todo era cuestión de tiempo, de que los reservistas viejos cayeran entre estruendos, de que los jóvenes de bigotito cayeran entre estruendos, de que las fábricas de ataúdes se quedaran sin madera y sin ataúdes. La oscuridad de los enchufados y la soledad de las cervecerías y las promesas de capitanes que se quedan en el camino, o en Las Ardenas. Y frases para repetir antes del frente: “Si mueren hombres en la guerra, será por falta de higiene. Lo que mata no son las balas, sino la falta de aseo, que es nefasta y que es lo primero que deben ustedes combatir. De modo que lávense, aféitense, péinense y nada tienen que temer”. Y las preocupaciones cotidianas, las de toda la vida, las que no salen en los libros de Historia pero son Historia porque no hay otra cosa que lo nos pasa por la garganta: “Algunos se quejaban ya de que no encontraban nada que comer, ni cerveza ni siquiera cerillas, y de que el vino que vendían los lugareños, quienes habían pillado al vuelo la oportunidad de aprovecharse de los acontecimientos, estaba a precios imposibles”. Y zapatos para todos, porque no entendemos la vida sin zapatos. Y la medicina y la concejalía, casi como un concejal de Deportes en Murcia llevado al cambio, o a la dimisión, o a nada de ello porque todo se confunde. O casi todo se confunde. O todo es confusión. Y hay asuntos de nueve meses que pueden solucionarse en quince días, si es que no queremos que los nueve meses sean cuarenta y tantas semanas. Pero esas preguntas, con o sin mano en el vientre, son infiernos personales, en 1914 y en 2022, que los siglos solo entorpecen las cosas. Y los meses pasan, y llega el frío y la lluvia donde todo era sol y calor. Y ciruelas para todos. Y la sed, ese invento bíblico para tiempos postapocalítpticos: “Aquello no podía seguir así, el estado mayor no tardó en comprender la ventaja que suponía saciar la sed de unos hombres, toda vez que la ebriedad aletargaba el miedo, pero todavía no se había llegado a ese punto”. Trueque, pueblos abandonados, cartas en el suelo, perros enfebrecidos (¿o eran abandonados?) y todo tipo de bazofia al alcance de todo tipo de gentes. Me quejo, últimamente, demasiado sobre la falta de comodidades, sobre las incomodidades, sobre lo que no es cómodo en general (y no solo en Gladiator), y me llegan otras indicaciones sobre lo que en realidad no es cómodo, sobre la falta de comodidad, en sermones de un cura que no parece un cura o en 14.Y las mochilas y el aguardiente, y lo que es necesario y lo que es superfluo, peso y más peso sobre lo seco y lo mojado, multiplicando el dolor y el pesar, la ausencia que no terminaba de desaparecer. Y la descripción del vuelo y de la observación, del insecto y el calor, y las novedades con nombre y apellido, máquinas para hacer daño en un momento en el que todo suponía hacer mucho más daño. Bayoneta y Marsellesa, aunque a veces el orden nos da igual, aunque cuando se unen en una misma frase esas dos palabras la tercera en la asociación es sangre. Campo de avena y enemigos se funden con el fuego amigo, el propio, deseos de acabar con todo lo que se movía. Orquestas reducidas. Y de ahí, a la robotización del soldado: “Aquel recorrido se prolongó durante todo el otoño, al cabo del cual pasó a convertirse en algo automático; los soldados acabaron no siendo casi conscientes de que andaban”. Y la paralización, peones contra peones, ajedrez macabro bajo una lluvia que no paraba y un frío que se hacía eterno noche tras noche. Palas y picos que pasaron de mochila a tierra, que las funciones tienen una función. Y las barrigas y sus frutos, y las mentiras que, con la ausencia, son más mentira. Y las elecciones, y las preferencias equivocadas, y nunca se sabes si el aire o el suelo son más peligrosos que la vida cotidiana. Quejas, censura, cartas. Y la distancia entre los que sabían y no sabían leer, clasismo lector antes que real, que la guerra casi todo lo iguala. Viva el boche. Proyectil, gas, infierno. Y túnel e infierno. Y más infierno. Y no hay nariz rota que no se mantenga firme ante el infierno nasal: “Los soldados se aferran a su fusil y a su machete, cuyo metal oxidado, empañado, oscurecido por los gases, apenas reluce ya bajo el fulgor helado de las bengalas, en un ambiente corrompido por los caballos descompuestos, la putrefacción de los hombres caídos y, en la zona donde están los que se mantienen más o menos derechos en medio del lodo, el olor de sus orines, de su mierda y de su sudor, de su mugre y de sus vómitos, por no hablar de esos pegajosos efluvios a rancio, a moho, a viejo, cuando en principio están en el frente y se hallan al aire libre”. Escribe Echenoz que quizás no tengamos que pararnos en esta “apestosa ópera”. Pero si hay que hacerlo. Una y otra vez, que no se olvide, que no se repita, que no quede al margen de un videojuego que ahora todo es historia de red social pero no Historia. Las palabras que utiliza exactamente Echenoz son las siguientes: “Además, quizá tampoco sea útil ni pertinente comparar la guerra con una ópera, y menos cuando no se es muy aficionado a la ópera, aunque la guerra,como ella, sea grandiosa, enfática, excesiva, llena de ingratas morosidades, como ella arme mucho ruido y con frecuencia, a la larga, resulte bastante fastidiosa”. Y pasó el sol, y la lluvia, y llegó la nieve, juguete natural en época de juguetes sangrientos. Y ya sabemos el párrafo en el que Nick Hornby encontró la inspiración para su frase del pop y la tristeza: “Ya, pero lo peor, insistió Padioleau, es que no acabo de saber si me siento abrumado porque me duele la barriga (estás empezando a tocarnos las narices, observó Bossis) o me duele la barriga porque me siento abrumado, no sé si me explico”. Y la carnicería preparada para la explosión de casquería, sangre, vísceras y trozos variados. Y el manco y Verdún, y el carricoche y las preguntas incómodas. Y los subsidios, y la sustitución fraternal (once, ni más ni menos), y la erección perruna, y los años sumando años de par en par, y 500 días de mierda y asco, y mentiras desde los despachos para que los del barro y el avión comieran el polvo, porque poco más había que comer: “...embriagar al soldado contribuye a incrementar su valor y, sobre todo, disminuye la conciencia de su condición”. Y el hambre haciendo nuevos amigos en las tripas, o en las mascotas, en el desbarre, aunque dice Echenoz que “no todo es comida en la vida”. Piojos y ratas todos, o casi todos, que en los palacios presidenciales se comía de lujo, se bañaba uno con agua caliente. Y en la locura, en la mediocridad del error de una guerra, la automutilación que a veces acababa en traición (aunque la frase del JFK stoneano siempre nos vuelve a la cabeza), aunque Echenoz lo describe muy bien: “Algunos han intentado administrarse por sí mismos la benéfica herida, sin llamar mucho la atención, disparándose una bala en la mano por ejemplo, pero por lo común han fracasado: los han descubierto, juzgado y fusilado por traición. Ser fusilado por los propios, mejor que asfixiado, carbonizado, despedazado por los gases, los lanzallamas o los proyectiles del enemigo, podía ser una opción. Pero también podía fusilarse uno mismo, dedo del pie pegado al gatillo y cañón en la boca, una manera de irse como cualquier otra, podía ser una segunda opción”. Pum pum, que diría el amigo Andrés. Y reflexiones sobre la amistad, o la falta de amigos, o lo irreemplazable de ciertas actitudes, de ciertos axiomas convertidos en humo sobre una superficie en la que solo hay muerte. Y los enemigos, muchas veces (incluso antes del matrimonio), están en casa. Y la inspección inquisitorial siempre juega de local en un campo infernal donde la palabra ultra se queda corta. Cortísima. Y siempre ganan los mismo, aunque no suene Que no sea Kang, por favor. Y la pregunta del millón: ¿Cuánto pesa un brazo? ¿Por qué no pensamos las preguntas antes de realizarlas? ¿Por qué empeñarnos en mentirnos ante ese ventilador que nos aleja constantemente de la realidad? Y los actos vacíos pero reconocibles, y el olvido en lo más extraño de nuestro ser, y la jodienda de reescribir en la mente el origen de la escritura bíblica, porque hace falta un Mesías para salvar a los vivos tras una guerra, que con los muertos ya cumplió de sobra. Y el recuerdo como único punto en común de unos supervivientes que, alejados de la guerra, ya no tenían nada en lo que sustentarse, porque después de una guerra el abismo es enorme. Y los finales, ya sean agonías vitales o epílogos de guerras, arrasan con todo, con la carne fresca del reclutamiento y la ropa que la envolvía. Una buena recomendación la del amigo Sergio Belmonte García, pero no hay esperanza con parte de esta generación del XXI porque como me decía hoy una de mis alumnas de 4º de ESO, “no me he leído un libro en la vida”. Pues eso, sigan el camino de la hierba, introdúzcanse en el bosque a la espera de que tres esbirros, secuaces del ministerio de la mentira de turno, arrasen con todo. O quizás sea mejor que los sigamos aprobando y que lleguen a ingenieros. Y que la mentira siga triunfando.

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