domingo, 18 de diciembre de 2022

El jardinero

Llevaba mucho tiempo sin sentarme en mi sala de estudio, usurpada por la distancia y el trabajo, males no solo bíblicos aunque la Biblia sea todo. Siempre busco, tardomedieval siempre, escapes a esta vida sin solución. Llevaba, digo, mucho tiempo, sin empezar del tirón un libro con el que buscar una tierra libre, exenta de cargos, cuyo titular (el conde) pueda venderla, alquilarla, legarla y llegué, entonces, a la obra titulada El jardinero, de Alejandro Hermosilla. En esta historia, de escaleras y jardines, de seres condenados y condenas que no acaban, hay confusión y locura, hay creencias falsas y lenguas que no se entienden, personajes principales sin nombres y herramientas que, utilizadas en su justa medida, nos salvan del manicomio o nos llevan a él. Con una portada sugerente, El jardinero nos lleva a un mundo cerrado y de reclusión, aunque nos advierte el autor al inicio que va dedicada la obra “a aquellas personas que han levantado falso testimonio en un juicio”, y la hace extensible a “todos los frustrados y vanidosos”. Después, se inicia el libro con una cita del Libro de las Lamentaciones (1: 1-10), y se recurre al Génesis para el epílogo (15: 3-4). Ahora que tanto recurrimos al Génesis en el cubo, no está mal subrayar que EJ nos muestra relaciones familiares especiales y perversas, aunque hay relaciones especiales que son más perversas que especiales. Pero de todo hay en el jardín del condado, en la viña del señor, en la cualidad del obrero y en la objeción del que lee. En esa cualidad del jardinero, valora tanto la narración que sepa Historia Antigua (viva 1º de ESO), y esgrima, y tarot, y pintura, y que tuviera disponibilidad total. Ahora que estoy recluido en tierras alejadas donde escucho campanas solo las mañanas de quietud, son más necesarios que nunca estos personajes, siempre personajes. Pero no nos centremos en el hoy ni el Génesis, centrémonos en esta joyita llamada El jardinero. ¿Más cosas sobre el jardinero? Más. En la página 20, podemos leer: “…y en lo posible, que tenga un hijo, porque su paternidad permite prever que no desviará su trabajo, cuya remuneración, por otra parte, no será más que la estrictamente necesaria para su mantenimiento, dado que es importante que sea dependiente de sus señores”. Estamos casados con nuestras mujeres y con nuestras profesiones, recordando a Montes ahora que estamos en jardines. Pero no solo hay referencias a la Historia Antigua, también a la Baja Edad Media gracias al rastrillo, que también nos lleva a la Revolución Francesa, como lo hace la raedera con la Revolución Industrial. En El jardinero también debemos fijarnos en los simbolismos (la flor de malva lo es del condado), y en las orgías, o en las reuniones de nobles que acababan en orgías (y podríamos pensar en Jacques de Molay, y en las explicaciones que dio la profesora Martínez Carrillo al respecto, pero no estamos en la latitud correcta, ni se ha incendiado la biblioteca, ni se han perdido mapas ni pergaminos). El jardinero nos lleva también a reflexionar sobre la esterilidad, pero todo es mentira, como lo fue la muerte del infante don Carlos que salpicó de mierda a Felipe II. Pero como nos da igual, y disfrutamos con las preguntas que continuamente nos hace la narración, y disfrutamos subiendo y bajando escaleras una y otra vez, porque el infierno es así: “No he engendrado jamás un hijo ni lo engendraré. ¿Cómo hacerlo mientras ese horripilante ser siga vivo?”. No nos preguntamos, y deberíamos, si estamos viviendo una vida acorde a lo pensado: no nos vemos desde fuera (o no queremos vernos, o nos fastidia vernos y nos damos asco): “Toda relación tiene defectos, incluso la nuestra”. Nos deja también AH en EJ pildoritas para nuestra salvación temporal, invitaciones a futuras lecturas de Francis Bacon, de Pierre Le Lorain de Vallemont y otras más, y nos lleva a tener presente la azada y sus funciones, el estiércol y sus funciones, los contratos y sus funciones. Nada como atarse en un papel, nada como caer en la herejía, nada como confundir padre, hijo, paloma, espíritu santo y dogma convertido en chiste ambulante. ¿O era al revés? Más frases en las que mirarnos: “Sé que goza aplastando e hiriendo gusanos. Probablemente porque eso es lo que nosotros seamos para él: larvas a las que aniquilar”. En este espejo de grillos kafkianos que es El jardinero, la sequía se hace presente, como los perros y sus aullidos, su servilismo y su docilidad hasta que dejan de serlo. Y en esas relaciones, entre padres que no se desean y hermanos que desaparecen, entre amigos olvidados y relaciones recuperadas, nos perdemos en la brújula de la jardinería. Hay veces que es un poco caótico todo en El jardinero, pero bendito caos: “¿Qué son, entonces, el bien y el mal? ¿Son la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí. Es mejor que sean una misma cosa, pues de no ser así ¿en qué me convertiría el día del Juicio Final?”. Y nos da igual el condado, el jardinero, el odio de una persona a otra, porque todo es mentira: “Cuesta ahora encontrar a dos personas dialogando o una tienda abierta, pero si uno insiste y es persistente puede lograrlo. No resulta extraño, de todas formas, hallar en las tabernas a varias personas reunidas. Aunque, generalmente, se encuentran en silencio. Con el ánimo bajo. Ahondando en el vacío. Pendientes de sí mismos”. Somos ombligos andantes, en busca de enemigo cuando somos el enemigo, en busca de una muerte ajena cuando es la nuestra la que desea la mayoría. Y, a veces, nos siguen con o sin motivo, sean perros o soldados, sean nubes con ánimo de tormenta o soles que martirizan: “No existe un solo signo que confirme que la noche cerrada vaya a abrirse y que este eclipse continuo vaya a finalizar”. ¿Quién nos guía? ¿Quién nos muestra el futuro? ¿A quién escuchamos? Tenemos muchos problemas, y nos buscamos más problemas: “Hoy ha vuelto a pronunciar un discurso. Una de sus habituales arengas proféticas que hablan de la llegada de un elegido que cambiará el destino de estas tierras, gracias al cual volverá a salir el sol, los pastos reverdecerán y el orden se restablecerá en el condado”. El jardinero nos lleva a buscar salida del Luis Valenciano y del Román Alberca, pero luego nos damos cuenta que allí dentro estábamos más seguros, entre la oscuridad y el desánimo, entre las tinieblas y la falta de luz, que la poda de la tortura no solo era en la Edad Media. No. Cada uno encuentra las suyas, sea en las muertes de los familiares, sea en las luchas por una herencia, sea en el enfrentamiento por una mujer, sea en las cuestas de la escalera, sea en el cuadro sin mujeres, sea en los tragos de anís: “No sé a veces si mi esposa es real o simplemente un ensueño fabricado por mi mente cuando bebo anís y aspiro el aroma de las plantas que los criados traen a manos llenas de los jardines”. Y en ese panorama, la guerra, la batalla eterna, y la luz después de la oscuridad, y la destrucción y creerte más que nadie cuando eres el último de los últimos: “Al fin y al cabo, soy el conde y todo me está permitido”. Y los ejercicios espirituales, convertidos en aquelarres y en bodas, en atenciones desatentas, en criados que ocupan puestos que no son los suyos, en creencias convertidas en herejías y perseguidas por yugos con forma de raedera: “Sé que he nacido para poner el castillo bajo mi yugo, doblegarlo, porque todos hablan de ello. Todos saben que yo, únicamente yo, soy el elegido. Yo soy quien dotará de descendencia a su estirpe”. En mitad de las mentiras, en mitad de los libros sagrados que da miedo tocarlos (no digo leerlos), siempre podemos buscar equivalencias, y no solo en El jardinero: “Me fascinan las historias en las que los santos son torturados enfrente de sus opresores y están a punto de renegar de sus creencias pero, finalmente, resisten. Y me seducen también los libros sagrados en los que egregios profetas vaticinan los futuros castigos de los seres humanos si estos no corrigen su comportamiento”. Elegidos todos, entonces. O ninguno. O la negación, o las ramas como instrumentos de castigo, o las citas de Francisco Fariello, y las llamas y la continua decepción: “No he podido derramar una lágrima en el entierro de mi padre. Pero no sé si ha sido de tristeza o de alivio”. En definitiva, El jardinero no es un libro fácil, pero está muy bien tenerlo presente en estos días en los que todo parece oscuridad y, de tarde, muy de tarde en tarde, sale el sol en nuestro condado particular.

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