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viernes, 30 de diciembre de 2022
Crashing. Primera temporada.
Hágase querer por un ukelele; hágase querer por un viaje en autobús; hágase querer por un viejo hospital; hágase querer por un hospital reconvertido; hágase querer por una oficina llena de secretos; hágase querer en una fiesta de cumpleaños; hágase querer por una entrada triunfal, por algo no consumado, por algo por descubrir, por alguien al que, realmente, conocer. Con velocidad de vértigo comienza Crashing, nexo de personajes diversos pero que aceleran en sus vidas, que hablan rápido, que viven al día y que buscan un motivo por el que sobrevivir en este asqueroso mundo. Pero en Crashing también hay silencios incómodos, que no solo los hay en Pulp Fiction. No. Hay vida más allá de Tarantino y Phoebe Waller-Bridge es un ejemplo de ella, con o sin ukelele, con viaje en autobús o sin él, con reencuentro con el amigo “de toda la vida”. Aunque a veces se pasa de cafre, está bien que sea mordaz y lenguaraz, cortante y distinta a todo, porque todo ya huele demasiado a naftalina. Nada como trabajar pensando que algún día tu vida no seguirá siendo una ciénaga. ¿Y todo para qué? Para retrasar las decisiones realmente importantes, las que nos cambian la vida. Al final todos fingimos, todos vendemos una mentira para no dejar escapar a alguien aunque realmente no lo necesitamos porque solo nos creemos necesarios nosotros mismos. Y nos lleva, bajo esa apariencia de superficialidad y carreras, de descontrol y dudas continuas, a la pregunta de la formación del átomo, a la de la posibilidad de elegir y a la del razonamiento más simple de todos: ¿Me estoy preguntando realmente si me están utilizando?
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