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martes, 14 de enero de 2025
Tenemos que hablar
Pese a comprarlo en una librería salvaje un 13 de diciembre de 2024, no empecé a leer Tenemos que hablar (La conversación en tiempos de la censura, la soledad y la tecnología) de Rubén Amón hasta la primera semana de enero de 2025, con asuntos campaneros en primeras planas, audiencias medidas y desmedidas y otras cuitas que no nos quitan el sueño pero que ya son repetitivas. Este ensayo de RA nos lleva a esa actualidad que no descansa, a esos telediarios que han dejado las noticias y nos llevan al cotilleo cotidiano y, otra vez, a las audiencias, o a los motivos de un motorista para salir antes en una emisora o en otra. Se pregunta desde el principio Amón “hasta que extremos se ha deteriorado la calidad de la conversación”. Es más, ahonda en la necesidad de “reflexionar sobre la crisis de la conversación”. Este curso, con mis alumnos de Formación Profesional Básica, casi no explico materia pero hacemos bastantes ejercicios y charlamos mucho en clase. Y está muy bien. Aunque no tengan un perfil para conversaciones profundas, se aprende mucho de ellos, de sus experiencias, de sus quehaceres, de sus inquietudes. Escribe RA: “Nunca hemos leído y escrito tanto en la historia de la Civilización, pero los canales que utilizamos -WhatsApp, Telegram y las demás vertientes- redundan en la superficialidad de las experiencias”. Se refiere a la famosa Ley de Godwin y describe como “la amalgama es la especialidad del tertuliano radiofónico y televisivo”. Pero no hace falta ser tertuliano: sabemos más que nadie y no lo ocultamos, aunque hagamos el mayor de los ridículos. Y si nos calientan, seamos tertulianos o no, nuestra “nuestra pérdida de argumentos acostumbra a provocar el insulto o la alusión al defecto personal”. En los últimos institutos por los que he pasado creo que me han puesto el apodo de autista. Hay veces que es mejor no hablar en ciertos lugares de trabajo, bajar la cabeza, escuchar al personal y no posicionarse. No es solo política o fútbol. No. Es más. Escribe RA: “No hay peor antídoto de un buen conversador que un charlatán”. Y añade: “Y no hay mejor procedimiento constructivo en una charla que saber escuchar”. Y en estos contextos, pone en el debate el autor al teléfono móvil: “El móvil sobre la mesa es una amenaza”. Mis alumnos, cuando les mando actividades con el móvil en clase para sus aulas virtuales (hasta ahí hemos llegado, que no se llevan el libro a casa porque no pueden) se ríen de mi ladrillo de 2019. Un superviviente precovid. Añade RA que “la experiencia de conversar implica tomar riesgos y aceptar frustraciones”. También explica que “la conversación relativiza los dogmas y las certezas”. Y muchas veces le comemos la oreja a la persona equivocada, o eso creemos. No siempre están a la altura, o nosotros a la altura del otro: “Hablar con el barman ha sido la alternativa laica a la confesión -contarle los pecados a un desconocido-”. Y hablando de bares concluye el autor que “está bastante sobrevalorado el ingenio de los borrachos”. En la segunda cápsula del libro, referente a “La tecnología y la palabra: aislados en la sociedad de la hipercomunicación”, se deja claro desde el principio que el “smartphone ha adquirido la dependencia de un marcapasos”. Tic, tac, tic, tac. Pero el problema son los pajaritos y las caras, los selfies (con palo, sin palo, con mamones cerca o lejos) con los que “hemos decidido convertir internet y las redes sociales en un escaparate de exhibicionismo”. Y añade RA: “No hacemos otra cosa que delatarnos y confesar”. Tenemos que hablar nos sirve para para reflexionar sobre “el trauma de la desconexión como una suerte de muerte civil o de eutanasia social”. Y en esa reflexión, habla de la capacidad de tiranizarnos con mensajes, del secuestro del móvil a la persona, de la forma en que “nos hemos convertido en yonkis del teléfono”. En malditos yonkis que no prestamos atención, que nos arrastramos con respuestas memorizadas y sin sentido, tanto o más que muchas horas de nuestras vidas junto a los perversos aparatitos. Y pensamos que leyendo más sobre todo sabemos algo, y ese algo es la nada más absoluta, y eso “no soluciona nuestros problemas, sino que los empeora”. Y llega al extremo de mostrar el peligro de los clientes solitarios que tiran de llamada a atención al cliente como hace 25 años otros lo hacían del teléfono de la esperanza. Algoritmos, la brevedad de la capacidad de atención, el origen chino de TikTok y como todo “a la par que ha aumentado la capacidad de hacer varias cosas a la vez, decrece la de hacer misma mucho tiempo”. Y el chateo, y los emoticonos, y los pantallazos, y perder el tiempo que no tenemos en WhatsApp. Y metiéndose en política, analiza cómo los nuevos populistas han aprendido de los errores de los populistas de anteayer: “Vox cuenta a su favor con la ventaja del escarmiento populista de Podemos. Iglesias había estimulado la expectativa de una revolución política. Significaba la alternativa al sistema. Y ha malogrado cinco millones de votos a costa de su mesianismo, ubicuidad y carbonización mediática”. Además, aparece la referencia a tópicos, a lugares comunes y como “el dogmatismo de la tolerancia ha terminado coartando la tolerancia misma”. Y mientras nos miramos el ombligo, nos adelantan y nuestro carricoche no arranca: “La estilización de la corrección ha transformado Occidente en un templo pacato, mojigato, de forma que la ferocidad y los peores instintos se amontonan en las redes sociales, como subconsciente de nuestra cultura y como el magma justiciero que está al acecho”. Y ese carricoche nuestro, chirría hasta girando a la que no es diestra, como hace Alejo Schapire en su libro La traición progresista: “¿En qué momento la izquierda se hizo puritana y moralista? ¿Por qué cierta izquierda es tan generosa con la libertad de expresión propia y tan restrictiva con la libertad de expresión ajena”. Y se añade a continuación: “Solo la derecha capitaliza la evidente miseria del progresismo”. Y al final, para acabar la cápsula, nos dice el autor que “el miedo a ofender ha terminado por otorgar el púlpito a los patriarcas del populismo”. La siguiente sección se refiere a cuando hablamos sin decir nada, con clichés y tópicos, y del gusto español por presumir de dolencias, enfermedades y asuntos similares “desde perspectivas victimistas y pesimistas”. Hace RA un inciso para hablar de la supervivencia a las conversaciones familiares, de la obsesión sobre la vecindad y nos deja una gran definición sobre ese momento en el que compañeros se reúnen antes de las fiestas: “Se llaman comidas de empresa porque el personal termina devorándose”. Faltan las flechas, aunque no termina ahí el trasunto: “Cuando hay amigo invisible porque amigos visibles no puede haberlos en estas ceremonias de sonriente sordidez”. Y por ahí aparecen menciones a Vujadin Boskov y a Alberto Olmos, a Roberto Bolaño y a José María de Areilza. En el cinco romano nos da una lección de historia desde Sócrates y Platón hasta el recordatorio de Reinhard Heydrich y aquel 20 de enero de 1942 con la reunión en la que se terminó de organizar la solución final entre 14 individuos. Y la lluvia de ideas, y las tertulias y los cafés y Hume y Virginia Woolf. Pero sobre todo, me quedo con el cuadro de Piero della Francesca (La Sagrada conversación). Después, con la sexta, se hace en el libro un elogio del silencio, recordando al rey Juan Carlos en aquel agosto de 2007 ante Hugo Chávez. Escribe RA: “Hablamos por encima de nuestras posibilidades. Nos opinamos encima. Y recurrimos a Twitter, Instagram, TikTok o WhatsApp como mecanismos de protagonismo”. Y añade: “El jaleo nos ensordece”. Y en eso aparecen mencionados San Bruno, Rojas Marcos, las fábulas de Iriarte, Pamino y Pamino (esos que le encantan a mi hijo en su libro con música), La Venganza de Don Mendo, Erasmo, Kierkegaard o José María Pemán. Y ante esa adicción, “más que buscar, limosneamos para lograr la aceptación, el sentimiento de
pertenencia, la popularidad”. Hasta de los pinganillos del Parlamento hay reflexión y hablando de Sánchez y Puigdemont se nos dice que “hay una estrecha relación etimológica entre amnistía y amnesia”. A continuación nos habla de la conversación como terapia, habla de la misma en grupo y hasta nos recuerda esas palabras de la misa que provienen del Evangelio de San Mateo (8:5-11). Y en esas terapias, hemos visto rastros de todo tipo, personas que no eran personas tras una guerra o tras una desgracia. Y las confesiones religiosas, y la soledad y la forma en que “hemos encontrado en las mascotas el placebo de la compañía”. Y citando a Víctor Lapuente nos recuerda que “la derecha ha matado a Dios y la izquierda ha matado la patria”. Y hasta de los enjaulados tipo Salinger hay referencia. En el siguiente capítulo, Hablar sin hablar, nos recuerda que “podemos entendernos sin necesidad de abrir la boca”, y la forma en que los españoles utilizamos el gesto para casi todo. El fin lo pone la figura del tertuliano, convertida en categoría social, en auténtica “todología”, aunque nos cita a Alsina a la hora de elegir candidatos: “Una buena tertulia debe tener a protagonistas instruidos, que se sepan los temas y que no teman ni discrepar ni coincidir”. Reflexiona sobre la tiranía de las audiencias y acordándose del profesor Rodríguez Braun, acierta a subrayar que “el mejor amigo del hombre es el chivo expiatorio”. La descripción que hace de Sánchez y la sanchosfera de la página 237 hay que leerla, y para eso está este buen libro que nos viene muy bien para pensar lo que decimos antes de abrir la boca. O, directamente, no abrirla.
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