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jueves, 30 de enero de 2025
Conquistadores
Conquistadores, de Eric Vuillard, me ha gustado mucho menos que Una salida honrosa, o 14 de julio. Ni que decir respecto a El orden del día. Se va EV en Conquistadores al lado de la épìca, intentando explicar lo inexplicable: la forma y el modo en el que una pandilla de locos se fue a por oro y acabaron montando un manicomio (dorado, por supuesto), en las Américas (siempre en plural, vivan los plurales). Le sobran páginas, le sobran descripciones, le sobran caídas aunque ese detallismo que muestra quizás necesita de esas descripciones, de esas caídas (y no sólo la de la portada). Allá por la 232, se lee: “Los conquistadores, como muchos hombres que perseveran en cometer crímenes, se consideraban miserables y, a la vez, destinados a no se sabe qué lejana redención”. Viva la redención. No se explica la conquista de aquellas selvas, de aquel lugar olvidado de la mano de Dios sin la redención ni la imposibilidad de obtenerla a base de sables, sangre, moscas y cagaleras. De todo hay en el Cuzco, y todo es congelable: “Las dos cosas más frías del mundo acaban de tocarse: el oro y el corazón humano”. En aquella mezcla de jauría y pocilga, sólo cabía apocalipsis: “Los indios no conocen ni el pan ni el vino, ni la carne ni la sangre, ni la eucaristía ni la cruz”. Amén. Conquistadores es una historia de envidia y muerte, de angustia y sabiduría a base de fango, de aprendizaje porque “el mundo es una esfera, pero lo recorren senderos tortuosos”. Cajamarca queda resumida en una frase que se puede subrayar en ese rojo sanguíneo que no falta ni sobra: “Era como si toda esa masa ciega de huesos, brazos y rostros esperara el día del Juicio Final”. Excrementos y lodo, porque “todo lo que no tiene gloria alguna es complicado”. Muy complicado. Nada es perfecto en la conquista. Imposible hacer églogas, imposible encontrar lucidez en mitad de esa jungla sin éxtasis: “Ya nadie muere como en los campos de batalla de los cantares de gesta”. Pero todo cambió, nada como una cabeza pensante para meter los líos al personal en la quijotera: “Desde que se conoce la brújula, el timón y la redondez de la tierra, ya no hay enemigos. Sólo el espacio abierto, el ingenio y el mundo por conquistar”. Y entre tanto ingenio, y tanto invento, solo quedaba repetir el asunto, volver a los errores y desaciertos, a la definitiva huida hacia adelante de toda la vida: “Fue como un rito enloquecido en honor al oro y al miedo, un triunfo de perro, del hierro y de la pólvora. De repente no había más que tierra roja, muros húmedos de sangre, la integridad del cielo”. Y cadáveres, miles de cadáveres, porque “no existe expresión más altiva que la de un muerto”. Sueños que se cumplen para que no cambie nada, o lo cambie todo. Préstamos y más préstamos, llenos de secretos y cláusulas, todo para acabar rodeado de hierbas enormes, humedad infinita en esa naturaleza convertida en “libro para iletrados”. Amén y gestos, delirio y comunión, que “la vida circula y baila”. Y apostilla EV: “La convertimos en imágenes, no sabemos hacer otra cosa”. Y en mitad de los bailes, de los del pasado y la correa, de los del golpe y la cuaresma, se hizo el milagro de la conquista: “Es asombroso comprobar hasta qué punto el azote ha encaminado a los jóvenes en la senda de la crueldad y de la gloria. El Nuevo Mundo fue una empresa de bastardos y niños golpeados”. Sangre, riqueza y penitencia, para que luego todo se simplifique al oro, “esa nada que los niños se disputan”. Se alargó lo antiguo. Mucho: “Las cosas comienzan siempre antes. Porque nunca hubo Edad Media, sino un largo Renacimiento. Un mismo tendón sobre un mismo músculo”. Y sobre ese tendón, sobre ese músculo, había que hacer algo, crear cimientos, ya que “se funda una ciudad un poco como se abre una tienda”. Y una vez abierta la tienda, había que robar, y matarse entre sí, “porque los españoles matarían más españoles que los indígenas a lo largo de toda la conquista”. Todo se enmarcaba en ese “acre goce de matar” y “había que morir por dos campanarios y una plaza enfangada”. Lo vende todo EV como un lugar con encanto, pero en este sanatorio mental siempre había traidores: “Cambiar de bando es como evitar la lluvia metiéndose debajo de un portal”. Añade al respecto: “En periodo de guerra civil, la felonía es una elección como cualquier otra”. Y, con ese marco bíblico que rodea Conquistadores, resume: “El trozo de pan que Judas no se terminó cuando abandonó la mesa pasa rápidamente de mano en mano”. Y entre Nueva Castilla y Nueva Toledo, nos damos cuenta de que “mucho antes de Goya, ya están ahí esos dibujos de rostros terribles, esas escenas de borracheras entrevistas desde el desorden de los tiempos”. Col y catecismo, muerte fraternal y mucha letra para el futuro: “Es curiosa la ingente cantidad de legajos que esos conquistadores, labriegos iletrados, produjeron. Hicieron que se escribiera mucho. Ellos, incapaces de firmar con su propio nombre, sintieron la imperiosa necesidad de la escritura”. Quizás, llegando a lo básico, porque “a lo mejor le cogieron gusto a manipular las cosas que no entendían”. Y en ese estadio básico, no queremos nada para los demás: “Se comparte un pastel, no un fruto. No se puede dividir una nube, un gesto, un trono. Pizarro no pedía nada. Se preparaba para una victoria completa, sin concesiones”. Y en la historia, como en la vida, todo es lucha entre hermanos: “A veces, sólo una guerra civil lleva a la verdadera victoria. En muchos casos, nada grande se ha producido sin una guerra civil.Sin duda soluciona tanto los problemas más profundos como los más triviales”. Y todo lo demás, también.
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