lunes, 14 de abril de 2025

Black Mirror. Séptima temporada.

La vuelta de Black Mirror lo hace con una primera píldora llamada Common People que resume mucho de los males contemporáneos: la dependencia de las maquinitas, la dependencia de las actualizaciones de las maquinitas, la dependencia del dinero que necesitamos para las carísimas actualizaciones de las maquinitas. Da igual la enfermedad, el trabajo, la indigencia. Da igual. Por las maquinitas, por las actualizaciones de las maquinitas, por las carísimas actualizaciones de las maquinitas lo hacemos todo. Lo que haga falta. Sin escrúpulos, sin dientes, sin valores. La pregunta en Common People, puestos a exagerar, o que no siempre queremos hacer, es la del límite: ¿Hasta qué punto podemos llegar por algo? ¿Hasta qué punto de inmoralidad? Y es que no tenemos límite. No lo hay. La segunda entrega se titula Bête Noire y empieza mezclando recuerdos del pasado (falsos recuerdos del pasado) y el Efecto Mandela llevado al extremo. Nada como un pasado de odio, o de extrañeza, para conseguir un presente de ruinas. Pero cuando los fallos en Matrix se repiten compulsivamente, hay algo más (y a ese gato, o esos gatos, los hemos visto ya). Las conspiraciones tecnológicas, el estrés, la mierda de las maquinitas (siempre las maquinitas). Nada como un chivo expiatorio para recrear la soledad, o la falsa soledad, o la epidemia contemporánea de estar solos y, únicamente, rodeados de maquinitas: “¿Quién empezó el rumor? ¿Quién empezó la mentira?”. En tercer lugar aparece Hotel Reverie, ese mundo de ficción dentro de la ficción que se nos va de las manos (¿qué no se no vas de la mano en la ficción?) pero que deja paso a una improvisación con sorpresas (ahora que ya nada es improvisado, ahora que hasta que hay que preparar un guión con IA para la recepción de madres, padres, madros y taladros en la guardería de los niños, niñas y niñes de niñez variada). Pero todo es mentira. Al apretar con fuerza en el PET de la siguiente píldora, llamada Plaything, las maquinitas dominantes nos llevan a mitad de la década de los 80’s, con los videojuegos en todo su Teruel: “El mundo es brutal y la gente despiadada. El pavor perpetuo es una respuesta racional”. Y más sonido de fondo, o de angustia (como en Tierra, de Medem), o de repeticiones equivocadas: “No necesitas objetivo. Acabarás valorando la compañía de la multitud”. ¿Estamos locos creyendo lo que no podemos creer? Quizás todo sea un videojuego, un error de cálculo, una suma con un resultado erróneo: “Evolución y fluctuación. Las propiedades que definen la vida misma”. Pero lo de fabricar no siempre acaba bien: “El sistema operativo humano ha sido nuestra perdición. Somos los amos del universo. Creamos todas estas herramientas mágicas, pero aún somos salvajes aquí arriba. Nuestras mentes todavía tienen el mismo software defectuoso de hace un millón de años. Darwinianas 1.0. En la Prehistoria, tenías que ser violento para sobrevivir, pero ahora no es necesario. La única forma de sobrevivir como especie es colaborando y lo sabemos. Peor no podemos hacerlo. Aún somos temerosos, territoriales y egoístas, arrogantes y violentos”. Alegría. O no: “La mente es un ordenador; el juego, un código”. La quinta pastillita, Eulogy, nos mete en fotos ajenas, con música y familia, propia, ajena y con esa famosa diatriba de la posibilidad de elegir y que, por supuesto, no elegimos (Stone Roses hasta la muerte) aunque suene el mejor chelo de tu vida. Para acabar, USS Callister: Into Infinity, nos traslada, de nuevo, la idea de clonación en serie a ese universo creado por otra maquinita que solo trae más problemas. Va de más a menos el asunto, pero, como no podía ser de otra manera, lo hace maquinalmente. Y da miedo.

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