martes, 22 de abril de 2025

Las tempestálidas

Da miedo. Las tempestálidas de Gospodínov da miedo. Por su realidad, por su actualidad, por su miedo al miedo. Eclesiastés, John Lennon, ABBA, Apocalipsis, Haider, redes sociales, elocuencia, epifanía. Al principio del libro, con un capazo de citas a cuestas, leemos en Las tempestálidas una cita del Eclesiastés (3:15): “Dios hace que el pasado se repita”. Da miedo en el sentido del terror, de volver atrás, del añojo ternero de vuelta por vuelta, no por motivos, o por motivos sacados de contextos. Nos lleva a pensar Las tempestálidas en esos momentos (fugaces, siempre fugaces) en los que todo parecía bien aunque llevásemos los pies llenos de barro y mierda. Habla de periódicos y de enciclopedias. Utiliza, al principio de la novela, una palabra como “imperteneciente” que da mucho juego, pero luego nos retrata: “He aquí todo lo necesario para un inicio en toda regla: pesadillas, guerra y dolor de cabeza”. Siempre nos preguntamos demasiado las cosas, los asuntos o trasuntos con los que nos grillamos la quijotera. Este libro subraya esa obsesión (la de buscar en bibliotecas, la de buscar en los bajos fondos, en el corazón de las personas), pero es una obsesión que se vuelve insana. Y añade GG: “¿En qué momento lo cotidiano se vuelve historia”. Nunca, pero eso podríamos matizarlo. O no. Leemos en la 38: “El mundo se encuentra en el mismo grado de angustia, el sheriff local y el sheriff de un país lejano se lanzan mutuas amenazas. Lo hacen vía Twitter, en unos pocos caracteres. Ni rastro de la vieja retórica, ni rastro de elocuencia. Maletín, botón… Y se acabó el día laboral para el mundo. Un apocalípsis burocrático”. Todo es mentira, pero las mentiras también cambian: “Solo antes de las guerras, incluso en vísperas de ellas, uno es propenso a conservar la esperanza”: Quizás no quede. También, con ese boli rojo que da miedo, pone atención atención el autor al “lujo del aburrimiento”. Sigue dando miedo. Habla del papel pintado de las paredes, del Ajax del 67/68, del precio del pasado (caro, muy caro). Y creyéndose autor de evangelios pasados (y hace bien), apostilla GG: “Se avecinan tiempos en los que cada vez más personas desearán cobijarse en la cueva del pasado, volver atrás. Y no por buenas razones, precisamente”. Y en ese “cobijarse” el autor habla del refugio. Ya puestos a darle barniz, dice GG que “el pasado es algo más que un decorado”. Es un decorado con matices, sobre el que hay mucho que reflexionar y, aunque deberíamos aprender, no tanto sobre lo que aprender (EHDLCV dixit). Siempre que nos tocan el hombro, o la espalda, o nos dan la mano, hay un recuerdo del pasado, del ayer, de esa letanía (“no te haces viejo”, que decía JFM). En la 78 leemos: “¿Cuánto pasado puede soportar un hombre?”. No debe soportar. Y si hay sangre, o lentejas, peor: “El primer encontronazo con la muerte es para toda la vida”. O para nunca. Habla mucho LT de 1939, de 1914, de Francisco Fernando y de otras muertes, que simuladas, nos llevan al terror actual, al del miedo a salir a la calle, al de escuchar la radio pendientes de una guerra que no sabes si es tuya o nuestra. LT es un buen libro, pero es un libro peligroso si te pones a pensar sobre tu pasado en primera persona del singular. El pasado está ahí, pero “algunas cosas no cambian con los siglos”. Borges, el tiempo, las malas hierbas, el fracaso de la medicina: “El mundo envejece y cada tres segundos alguien pierde la memoria”. El miedo, la demencia global, el cronorrefugio y todo eso que es mentira, aunque “la vida es más que una derrota”. Puestos a perder (y siempre sale caro perder, hasta la muerte), LT habla de robos, de escoria, de lo que creamos y nos hace pensar en lo que nos pretende cambiar y no lo consigue (vulgo, revoluciones, que decia EHDLCV). Argentina, Tempo 2 y como “cada obsesión nos convierte en monstruos”. O no. Nos lleva al barranco este libro de pensar sobre las tiránicas mayorías (haz esto, lo otro, aquello) y sobre la elección de “La Europa del pasado”. Sobre eso, escribe la doble G: “Una nación no es sino un infante histórico y berreante disfrazado de patriarca bíblico”. Bíblico. Cuando volvemos atrás, volvemos al conservadurismo, o, directamente, a la traición. Pienso mucho en mis múltiples traiciones. Siempre. Siempre están ahí, no se van. Escribe en LT el autor sobre referéndums (fallidos, siempre fallidos), sobre el olvido de las cosas, sobre la Europa de los distintos tiempos, sobre la fabricación de uniformes, sobre el olvido: “Cuanto más olvida una sociedad, tanto más alguien fabrica, vende y rellena con sucedáneos de memoria los nichos desocupados. La industria ligera de la memoria. Un pasado fabricado de materiales livianos, una memoria de plástico, como recién sacada de una impresora 3D. Una memoria según las necesidades y la demanda. El nuevo lego: se ofrecen distintos módulos de pasado que se acoplan con precisión en el hueco”. Y, como siempre, estamos perdidos. Videollamadas, la falta de capacidad para olvidar, y como “tarde o temprano, toda utopía se convierte en una novela histórica”. Y en esa infelicidad, buscamos refugio en el ayer: “Un vino bien envejecido en las bodegas del pasado que siempre está a mano cuando se lo necesita. La reserva intangible de la infelicidad”. No nos conformamos con el aburrimiento. O no queremos el aburrimiento. O no queremos. O no. Pero los asuntos vienen sin esperarlos y “como siempre sucede cuando la vida se quiebra, todo cambió de sitio”. O no. Ya puestos, nos queda ese retrovisor al que mirar, mirada equivocada en la carretera equivocada, al que aferrarnos. Pero ya no podemos aferrarnos a nada. O, quizás, solo al Eclesiastés, ya que “el final de una novela es como el fin del mundo, conviene retrasarlo”.

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