domingo, 20 de abril de 2025

Los sorias

Los sorias sorprende desde el principio. A mi suegra la sorprendió cuando se me cayó el libro al suelo. Pensó en un terremoto, en un tsunami segureño. Pero no. Es mucho más, su lectura se traduce en “sollozos de gozo análogos a los de los sordomudos en los bares”. ¿Quién piensa en sordomudos en bares? ¿Alguien? Los sorias, mezcla de muchas cosas y de nada, nos lleva a estructuras políticas de ayer, de hoy, inventadas; a discursos sindicales que retratan a cualquier sociedad; habla también del verdugueo y como si Perona resucitara, o recuperáramos a la mejor Belmonte, nada de consejos: “Y tampoco quiero que me den consejos. Si me jodo es asunto mío. Pero no me den consejos; porque cuando alguien me da un consejo, me parece que me aprietan la cabeza con una moto grandota”. Apostilla Laiseca, autor apocalíptico en esta obra postapocalíptica: “No quiero que me aconsejen, ni me usen las cosas, ni me pregunten sobre mi vida, ni que ayuden ni nada”. Y siempre hay una comparación en la que Napoleón deja las Rusias, sobre la comparación musical o sobre unas palabras dichas desde un estrado (“es tan inestable como un elefante pronunciando un discurso carismático al lado de un Jarrón Ming”). Este libro, desde sus frases lapidarias (“indecente como la preñez de un monstruo”), sus alusiones continuas al sexo y a las tetas cortadas, desde el egocentrismo (“Tan solo me hacen gracia mis chistes. Estaría el día escuchándolos. Así que cuidadito con juzgarme”), no deja títere con cabeza ni hay ortodoxia posible en su lectura. Resalta AL la confusión total, nos hace sacar los más bajos instintos (“descubrir los resortes de nuestro extremismo, cuándo son válidos y cuándo se trata de manijas, es una aventura que nunca termina”) y, quizás, también Los sorias sea autorretrato: “Una novela puede ser escrita por razones de purificación, y quizá muchos personajes contengan partes de su autor”. Y no hay diosas porque “ninguna religión que se precie o seria tiene diosas hoy día”. Los sorias nos lleva a lo mejor y a lo peor de lo radical, porque “quien no es extremo, quien no es exagerado, no vive”. En esta descripción se subraya la invalidez de la democracia, las modas musicales y el langostinismo sindical: “La lucha que llevan a cabo por los asalariados es, en realidad, la excusa que les permite mandar”. Y puestos a criticar, también lo hace con el arte, porque hasta “los tornados tienen sus propios criterios estéticos”. Y en las dictaduras de este libro, ya sea con un Soriator o un Monitor al frente, nos lleva a darle vueltas a nuestro pasado, o nuestro falso pasado, porque “según parece habría existido un país que, sabemos, no existió nunca: España”. Y puestos a darles al bolígrafo rojo, siempre hay un recuerdo para Calatañazor y Almanzor, para una reencarnación almanzoresca, para un Medinaceli eterno,para una comparación con la época romana, aunque al final todos somos bestias aunque no siempre tenemos intuición (eso se lo deja AL a los campesinos rusos). Y como en los países que existieron, o nunca existieron, ponemos interrogaciones: “En mi delirio me pregunté si no estaría viviendo un golpe de Estado o algo así. Y yo dormido, sin enterarme”. Pum, pum. En este libro de recuerdos heroicos y cesarísticos se nos recuerda que “las armas representan la mejor parte del pueblo, porque son las últimas en corromperse”. Y añade Laiseca: “Los pueblos tienen las guerras y las paces que se merecen”. Nunca para AL en este lienzo, siempre pinta, ilustra con colores ese tapiz guerrero que nos rodea eternamente: “Si no tienes una guerra a tiempo tendrás otra guerra a destiempo y una paz horrible. Son razones de supervivencia biológica”. Hablaba mucho el hombre de la camisa verde de las ratas que había tenido en su trabajo y de las que, entre goteras, habitaban su casa antes de palmarla. Hablando de ratas y de muertos, Laiseca escribe: “No llores porque te hayamos matado. En tu próxima vida reencarnarás en una rata, por tus buenas acciones”. Pero a las ratas solo les queda el exterminio, porque “el hombre no debería acceder a otra santidad que la de la matanza”. Los sorias nos muestra una sucesión de audiencias, de tomaduras de pelo, de nombres que crean confusión, de palabras que nos llevan a un delirio en el que todos vivimos inmersos pero que no queremos asumir: “De la universidad había salido marcado por una de las taras más clásicas del humanismo: la ausencia total de humanidad”. Por eso, escribe Laiseca, para prevenir, para advertir de lo que tenemos y no queremos (o podemos) asumir. Añade AL: “Los dioses no perdonan al discípulo responsable por comodidad, estupidez o egoísmo, de la muerte de su maestro”. Los sorias, en su afán retratístico, dan el espejo de la mediocridad, de la enfermedad mental, de la traición, de la forma en que “los tipos demasiado poderosos se pasan de revoluciones”. Y como no paramos de equivocarnos, no asumimos que “lo malo de los errores es que tienden a propagarse”. Sobre la sobrepublicación editorial, nos dice AL: “Hay que dejar de escribir novelas: es un instrumento caduco. Es menester arribar al drama wagneriano, ya que solo él y únicamente él, puede abarcar la totalidad de la metafísica de una cosmovisión o punto de vista del mundo”. Y la doble vara, la policía secreta, y los palos a la antigua y la pesadilla inasumible: “Los hombres no soportan que les saquen sus juguetes y creencias de buenas a primeras. Todo ello debería ser paulatino”. Y como el delirio lleva pelo largo, Dies Irae. Nos lleva AL con esta lectura al “transitorio entusiasmo” y, con ese lectura, nos traslada a la realidad del dolor: “Todos los suplicios han sido ya creados. Uno únicamente puede redescubrirlos”. Y llegado a la página 414, en las notas al pie, leo: “Como mi conciencia no me deja en paz, siéntome forzado a reconocer que la novela puede suspenderse en este punto”. Pero sigo leyendo porque Los sorias es recreo: “A mis enemigos no solamente los mato, sino que además les cobro un impuesto”. Nos recuerda el autor que los jóvenes no escuchan, que hay gente que duerme en cementerios, que siempre podemos reutilizar frases medievales y que “los sindicatos, en los cuales no hay nada mágico, son los verdaderos y ocultos dueños del mundo”. Y en ese discurso infinito y sindical, nada como asumir que “si estamos dentro del marxismo somos marxistas hasta el final”. Y entre tragos de agua, el líder sindical nos retumba con su voz: “Represión a ultranza; porque a todo se llega y el ejercicio del poder no viene solo”. Y repetición, como las bestias en la ESO: “Cada represión prepara la que viene”. Todo es llama porque “El hombre de Monitoria juega con fuego. Los pueblos le quemarán las manos”. Se pregunta AL sobre si la Tecnocracia (o todo) no es una aventura medieval, o un estudio sobre el Amadís de Gaula. Todo es pregunta leyendo Los sorias. Preguntas sobre los locos disfrutables, preguntas sobre el deporte nacional de la Tecnocracia (la bufonería), preguntas sobre la existencia real de Hitler (otra leyenda), preguntas sobre los fabricantes de zombis. Pregunta de la página 549: “¿Qué usaría un rey absoluto en sus momentos de indignación y cólera, con la helada ira que desmaterializa, para dirigirse a sus ministros aterrorizados?”. Siempre hay un cyborg, un Frankestein que crear que nos pregunte: “Eva Braun, ¿Dónde estás? ¿Cómo fue que no funcionaron ni el veneno ni la pistola?”. Más preguntas: ¿Cómo asesinar a un vicepresidente?. Los soria es una sorpresa, y se cumple esa frase que se repite, en la cabeza de cada uno de nosotros: “La ocasión de sorprender a la sociedad con un método nuevo no se repite”. El delirio, no solo el del vicemagnicidio, nos lleva a probar esas bebidas en las que Trotsky, Stalin y Lenin están en sus nombre”. Y hasta los gringos se hicieron bolcheviques: “Quién hubiera tenido los huevos de ser un Julio César. Escribir un libro, conducir un ejército, fundar un imperio. Y tener un Bruto, claro”. Muchas veces nos preguntamos si tenemos perdón (está claro que no), pero AL pone en bocas ajenas algo que pensamos en algún momento de nuestra vida: “En el futuro yo seré perdonado por razones de delirio”. O no. En momentos apocalípticos como los que aparecen en LS, hay que distanciarse de los Judas, de los que se inventan ríos en los que bautizar al personal, de los “falsos teólogos que juegan a la ruleta rusa con sus infiernos”. Y en la guerra total de esta novela, antes o después, ocurre que “los países desaparecieron en pasado: llegaron a no haber existido jamás”. Y añade AL: “Los países e incluso los continentes ofrecían el espectáculo de una destrucción sobrenatural y sucesiva de Atlántidas, una tras otra”. Deja momentos LS de carcajada de lectura nocturna al visualizar la “Gran Asociación de Lesbianas Desamparadas, Despavoridas…”. Y lo que haga falta. Guerrillas, sectas de icosaedros, creaciones hitlerianas y deudas que hay que pagar: “Ahora tiene usted la obligación de vivir. Por lo menos hasta que termine de pagarme el pájaro. Lo contrario sería defraudación y estafa. Ley de vagos y maleantes. Así eran las cosas antes”. Y esos títulos de capítulos que van de la congoja al despiporre (Capítulo 87: El gordo más gordo. Capítulo 91: El que creó un gólem sin amor). Nada está improvisado en esta obra, y siempre hay que reír: “Cómo lo iba a lograr sin humor en un mundo terriblemente duro. Segurísima la vida, porque los hombres la han querido así”. Y lo mejor es reírse de uno mismo: “Su engendro tenía mil quinientas páginas a máquina, tamaño oficio, doble espacio”. Y martillea el autor sobre su engendro: “Un trabajo infernal. Nada más riesgoso, pues, que pronosticar el número final de páginas”. Y como todo es mentira, “hoy es difícil de creer la existencia de un país llamado Inglaterra”, igual que “es demasiada casualidad que a la Armada Invencible la haya destruido una tormenta”. Y puestos a rizar los caracoles (EHDLCV dixit), “aquí, locos son los que sobran” y “los reaccionarios se felicitan”. Hay que preguntarse el orden en que Laiseca ideó esta obra, ya que estructuralmente caótica, no deja nada al azar: “Yo creo que la c.f. (o ciencia ficción, como se le llama) es un plan de los soviets para realizar en Estados Unidos un ablandamiento ideológico”. Y ahora que sopla viento de guerra, no viene mal volver a leer porque “toda la literatura de ficción científica, con escasas excepciones, está copada por un pacifismo suicida, extremo, llevado al grado de contradicción con la vida y al absurdo biológico”. Y nos queda el once contra once, solo el once contra once, porque “el fútbol es la única máquina capaz de burlar no solo a la matemática y a la estadística sino hasta al mismo destino…”. Y otra vez “el delirio por el delirio mismo, esa cosa”. Y en la mentira y la muerte, como en la página 677, lo encontramos todo, no hace falta buscar más: “Hay que ver la clase de mentiras que la muerte (cuando todavía está lejos) hace decir a los hombres o, mejor dicho, que ella misma les sugiere para que incurran en falsas protecciones”. Hasta hace reflexiones AL sobre la ese mecanismo que tanta pasión levanta en ciertas masas, con o sin neuronas: “Lo conmovedor de la guillotina es la atroz añoranza de cotidianidades que despierta”. Se describe hasta la alcoholemia (“más borracho que el viento de Escocia”) con palabras como merluza, con tener encima “un Stalingrado alcohólico”. Y en cuanto a las distintas reflexiones sobre las enseñanzas de Marx, escribe el autor: “El marxismo, que niega el valor de la metafísica, es también y sin embargo metafísica clásica. Es la etapa final y más demenciada simplemente. La decadencia merecida e inevitablemente de la metafísica”. Y ya puestos a delirar, todo tiene un precio: “Por solo trescientos cincuenta monitores, además del Monitor usted adquiría el derecho de cagar en los cines”. Y puestos a inventar nombres de territorios, ninguno como el de Musaraña. En el asunto bélico, destacan los nombres de las operaciones (La patada del ave zancuda de alas blancas y cuello violeta que tiene garras doradas y un anillo de oro en el culo, o, ya puestos a inventar, El picotazo del faisán verde). Por todo ello, nunca podremos olvidar, o tal vez lo hagamos, o todo lo contrario: “Los hombres pueden olvidar, pero a mí se me ocurre que el cielo no”. Y muchas veces (en la guerra, en la vida, en el amor, en el desamor, en las cuentas) hay que saber que “a tales aliados era mejor perderlos que encontrarlos”. Incluso nuevas armas biológicas se ponen en práctica en esta guerra mundial que tanto nos recuerda a otra (insectos gigantes), con generales de nombres tan singulares como Recóndito Patibulario Iseka y Tarascón von Dobermann. Y siempre hay una afirmación que subrayar con rojo: “Preferiría oírte la distinción de una mentira”. Ahora que nos hemos olvidado de todo lo que no nos interesa (algunos incluyen en este apartado los libros de Historia), toca preguntarse, otra vez: “¿Pero cómo puede alguien no estar orgulloso de la memoria?”. Y a continuación, remata santillanamente: “No me parece que el universo pueda ser creado nuevamente si los dioses son destruidos”. Puestos a buscar símbolos, o referentes, busquemos lo universal: “La continuidad se da a través de los arquetipos (divinos). Wagner es el punto más alto en la música”. Pero en esta Biblia, porque Los sorias es un gran Biblia, no hay límite ni control, todo es guerra en el delirio y delirio en la guerra: “Una espada de plomo también mata, si es lo suficientemente grande y pesada. Hay que tener fuerza para empuñarla, nada más”. En esta Biblia, encontramos hasta asignaturas que sustituyen a Religión como “Instrucción Cívica”, “Moral” y similares varias. Como si de un nuevo líder mundial sanchista se tratara, hay frases que repetir (“capitalizaremos a nuestro favor la desgracia”) y obras que representar, (con todo lujo de detalles). Y cuando hay fuegos artificiales (“son los riesgos de la exaltación del delirio como cosa en sí”), hasta “la mente humana tiende a olvidar sucesos por razones de autoestima”. Y ya, con más de mil páginas, Laiseca nos dice: “Hay un momento en el que la ideología se une a la técnica y surge la trascendencia. Eso se llama Tecnocracia, a menos que me haya equivocado mucho. El delirio puesto al servicio de la ciencia. La ciencia puesta al servicio del delirio creador”. Pero siempre nos desviamos, siempre cogemos el camino equivocado aunque sea el único camino: “Una ortodoxia incontrolada puede acercarnos sin querer al abismo de la herejía”. Y puestos a copiar y seguir siendo líderes y supervivientes, nada como cambiar el nombre del líder: “Al Manzur Billah Supersoria; mariscal de campo, emperador y Dios; Destructor de los Infieles Tecnócratas; Espada de Al-Andalus; Matador de Hombres y Demonios y Luz de Soria”. Pero todo es mentira, igual que “el todo no existe y sí la decisión última de los hombres”. La decisión última de un dictador, ajusticiar a una babilónica yegua en un búnker desmenuzado, con cuatro yonkis del poder que lo justificaron todo. Pero nos hacemos mayores y debemos asumir, como bien escribe AL que “hacia el final, no había persona que no tuviese amigos muertos”. Y en la vida y “en las guerras los peores crímenes son los que no se llevan a cabo por falta de oportunidad”. Aunque hay demasiado reconocible, el arabesco literario es de tal magnitud que no deja de sorprender ni con mil páginas a cuestas, ni hasta en la muerte de la propia novela: “Hoy casi no existen novelistas: o se cobijan bajo la protección de una idea política, o bien en las preferencias populares”. Y en ese espejo, de caja de diablo, de versión de Universal Circus (porque al final de todo es una versión de todo, que decía el hombre de la camisa verde) encontramos enanos bufónicos de diez metros y agonías previsibles, avalanchas de bombas y fines de carismas que no tenían carisma sino únicamente fuerza, porque “ya no me quedan mentiras por inventar”. Y añade el autor: “Las únicas máquinas del tiempo que conozco son unos vehículos con ruedas llamadas novelas”. Y después de ese último punto, solo queda intentar no escuchar nada (difícil, casi imposible, que no estamos como ayer en Martí-Cantareros) y volver a pensar, o no, en buscar una fecha para una relectura de esta novela en la que nos reflejamos en un suelo demasiado bajo. Y a esperar, que ese peso (el de libro, el físico, el tangible) es mucho: “Y, por fin, un silencio clásico: ese terrible que producen las estatuas griegas cuando deciden no hablar nunca más”.

No hay comentarios: