miércoles, 8 de diciembre de 2021

The Americans. Sexta temporada.

¿Quién podría imaginar un Pizza Hut en la Plaza Roja en octubre de 1987? ¿Quién podría imaginar que Gorbachov aguantaría lo que aguantó sin ser asesinado ¿Glasnot? ¿Perestroika? ¿Qué crucigrama es el que toca este mes? La última temporada de The Americans es la del desgaste: matrimonial, el de la CCCP, el de la agencia de viajes, el de las doctrinas paternas, el del colegio guay, el del sueño capitalista, el de todas las mentiras del comunismo. ¿De verdad que vale la pena luchar para luego acabar así? ¿Hay alguna verdad en nuestra existencia? Siempre volvemos al lugar del jaleo, al de aquella jarana que no nos quitamos de la cabeza, a aquel postre que degustamos y que no podemos retomar por el colesterol y el azúcar. Volver para el entierro, para la caja de pino, para el finiquito existencial, para bajar la persiana de un negocio que no sostiene. ¿Somos más del desembarco de Normandía o de Stalingrado? ¿De verdad que tenemos que tragarnos sapos una y otra vez? Aquí no recordamos Paracuellos, que luego siempre hay más de uno que se molesta. ¿Es posible mejorar el final? Siempre. O casi siempre. ¿Podría ser peor? Por supuesto. ¿Dónde encontrar el equilibrio monsalviano? Difícil, muy difícil. Destacable en esta sexta temporada el uso de la música, el tono que late por el que se ve que todo se va al traste desde el principio, detalle tras detalle, cura ortodoxo y sospecha continua, duda razonable y huida hacia Chicago (o hacia Houston, que podemos elegir frío o calor, viva la mentira). ¿Manifiestamente mejorable en sus finales momentos? Quizás se pueda robar el alma, robar el aliento, robar la caja diabólica que susurramos por las noches, pero depende del rasero de la comparación. O de la antítesis, de la falsedad de un régimen que tenía más enemigos interiores que exteriores, de un gigante con tobillos de madera que se hicieron astillas demasiado tarde. Pero siempre nos queda Yeltsin y los teletipos de prensa que anunciaban, cuando llegaba a cualquier país del mundo, que se retrasaba su bajada del avión, porque iba demasiado borracho. Decía el hombre de la camisa verde que para que cayera la Unión Soviética y llegaran Yeltsin y Putin mejor que no hubiera ocurrido nada. Dejemos la historia ficción para más tarde, para el próximo apocalipsis, para la próxima parada en un McDonald’s antes de subir a un tren. Y los finales mejorables, en otra ocasión. Lástima.

No hay comentarios: