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jueves, 23 de abril de 2020
Alta Fidelidad. Primera temporada.
Había que intentarlo. Evitar comparaciones con el libro, con la película, con los personajes, con los cambios. Pero no. No podemos evitar comparaciones. No podemos explicar a alguien que en 2020, en pleno confinamiento coronavírico, que hizo Tony Soprano para cambiar la vida de la gente. ¿Qué es la gente? ¿Qué es algo intangible? Alta Fidelidad no solo habla de música, no solo de las cíclicas crisis que nos asolan, no solo de la última juerga, no solo de un puto desastre que sucede a otro puto desastre. Alta Fidelidad habla del problema que nos generan los recuerdos, del problema de vivir de recuerdos, del problema de subestimar ciertos asuntos que no hay que poner en un trono. No. Alta Fidelidad, con sus claroscuros y luces amargas (esa definición de "raro cálido" resume la primera temporada de la serie) sirve para volver a fijar los ojos en los cuentos contemporáneos de Hornby, de recrearnos con la penúltima escapada de los jugadores del Arsenal (saltándose el confinamiento), de los cambios geográficos (Londres, Chicago, NY) y de un tiempo que no volverá. Nunca volverá. Introduce novedades como los móviles y las redes sociales, las videollamadas (antes de que todos las utilizáramos hasta para cualquier cosa prescindible) y Glastonbury en el horizonte. Muchos cambios. Demasiados. Pero siempre nos queda The Beta Band.
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