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miércoles, 12 de enero de 2022
El principio
Nada más comenzar El principio, nos pone encima de las retinas en una tesitura Jérôme Ferrari al dejar una incertidumbre en el aire, al poner en elección entre metáfora y silencio. ¿Somos más de silencios o de metáforas? En las fichas que todavía tengo del colegio, Doña Carmina nos decía que teníamos identificar entre término real y término imagen, y nos ponía siempre el mismo ejemplo (no ocurría lo mismo con hipérboles y otras figuras literarias): “Pedro es un lince”. También nos lleva JF a mirar por encima del hombro de Dios. Casi nada. Las guerras, sus finales y sus nefastos reinicios. Escribe JF: “Quien se niega a decidirse por el silencio solo puede expresarse mediante metáforas”. Mentira, inexactitud, poesía: todo mentira. Y poner en una misma frase átomo, sinsentido y herejía, para ir marcando territorio, para cuadrar un círculo que nos pone demasiados interrogantes en el camino a la perfección. Habla de la amistad como enigma. Monta frases especiales, pero la envidia es tan alta que no sé si dejar de leer, o terminar del tirón. Escribe Ferrari “inquebrantable desfachatez de la ignorancia”, cinco que te espantan tu realidad en la cara. También escribe sobre “la nostalgia de la las imágenes”. No es únicamente la historia, es la forma de contar la historia. Podemos hablar de una pena, pero podemos hacerlo sin caer en la lágrima fácil, eso es lo que consigue Ferrari con El principio. Nos lleva al enjambre peligroso de saber lo que haríamos sí, llegada una locura, abandonaríamos el hogar o nos iríamos con el enemigo, poniendo nombres y apellidos: Werner Heisenberg. Pero lo hace jugando con el que interroga en un juego temporal, desde preguntas que pasan de la filosofía a la humanidad. ¿Qué hubiera hecho yo en una guerra? Pues yo hubiera desertado, de primeras. Pero luego te pones a pensar, y sitúas en la balanza demasiadas pajas mentales: patria, familia, pasiones rituales. Pero todo es mentira. Siempre tenemos nuestro Hitler particular ante el que retratarnos en público, y lo que se dice en voz alta y se publica no suele olvidarse. No hay compasión, ni piadosa ni de las otras. El principio nos lleva a valorar la trascendencia de cada uno de los actos. Vale el voto de cada alemán a Hitler como nuestras palabras ante una decisión importante. Habla de la caída del Muro, de ese 1989 que tuvo su inicio en la Alemania de entreguerras. ¿Qué decisión hubieras tomado? ¿Qué verdad hubieras impuesto? ¿Qué mentira te salta los sesos? Ante esas preguntas, siempre juzgamos, pero juzgamos tarde porque no tenemos esa varita mágica que tiene Ferrari. Este libro, leído en los tiempos de la lepra coronavírica de expertos en vacunas y en cuarentenas, nos lleva a pensar en reclusión y olvido, en premios que pasan de la grandeza a la insignificancia y en esa frase que repite JF: “Ninguna elección era buena”. Andamos rodeados de Gestapos postmodernas, de SS que nos revisan los actos y palabras, de bombas atómicas que explotan en parlamentos porque no tienen el valor de atomizar las calles. Recuerda también Ferrari aquella Operación Alsos que iba tras Heisenberg y el resto de científicos que colaboraron con los nazis, o hacían que colaboraban, o no tuvieron más remedio que colaborar: no estamos aquí para juzgar hoy, estamos para leer. ¿Cómo juzgar la Operación Alsos o el encierro de científicos en Farm Hall desde la perspectiva actual? ¿Vendemos Hiroshima y aquel 6 de agosto de 1945 como un mal necesario? Siempre necesitaremos un médico, un profesor, un arquitecto… pero eso no es óbice para desear que llegue la muerte de aquel profesor que humillaba alumnos en clase. Una gran reflexión la de este libro, pero siempre dejando el interrogante del destino azaroso en los actos propios y ajenos.
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