martes, 11 de enero de 2022

Venga Juan. Primera temporada.

Decía el hombre de la camisa verde que la máxima aspiración del tonto es ser policía local, porque tiene mucho más poder que nadie, mucho más poder que el alcalde. La etapa dorada de la corrupción política contemporánea (es decir, toda la historia de España y sus colonias) está marcada por esos índices de poder y dinero alcanzados por una serie de tipos incompetentes que no sabes cómo han llegado ahí. Y tiro porque me toca. Y las iniciales de esos tipos. Siempre recordamos aquella escena de Crematorio en el barquito, con la partida y el concejal de urbanismo cortando el emperador, que el bacalao repite. La historia de Juan Carrasco, que ahora ha continuado con su tercera entrega en Venga Juan es arquetípica: lo tiene todo, pero deja una desazón demasiado real. Y por triste que sea su historia (y tiene sus momentos de corazoncito de padre, que hasta el más canalla los tiene) se repite una y otra vez, antes y durante la pandemia, en época de bonanza ladrillística y en etapa de crisis, en periodos de construcción de rotondas a mansalva y en épocas de confinamiento, el político corrupto (muchas veces me pregunto si existe otro que sea puro al 100%) siempre se sale, durante un tiempo (a veces, de por vida), con la suya. Unos entran en chirona y otros se van a Laos, otros abandonan el Congreso y otros son perennes en la cámara autonómica, en el ayuntamiento o la diputación. Siguiendo el principio hiperclásico, únicamente hay un principio: trincar, trincar y volver a trincar. Lo jocoso de Venga Juan, por más vergüenza ajena (o pena, hay veces que da mucha pena), es que a veces se queda corto: no se ve a un tipo vestido de cura entrando a maniatar a nadie, que de todo hemos visto. Y en esa melancolía, casi todo en Venga Juan te lleva a una depresión perenne de desconfianza en los políticos, de jugador de Territorial Preferente que, siendo utilizado de marioneta, acaba jugando en la Champions League. Pero como siempre, y más en España, todo es mentira.

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