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miércoles, 5 de enero de 2022
Gomorra. Quinta temporada.
Veo loas a Gomorra, como si Gomorra hubiera inventado el fuego. Digo el fuego como podría decir la rueda. O el sílex. O el gintonic. Ahora todos sabemos valorar la maestría de los re—gis—tros—conseguidos por Gomorra a lo largo de sus cinco temporadas. La mafia existía, existe y existirá. Siempre. Pero tampoco nos pongamos medallas de más, que la última Olimpiada tuvo que esperar cinco años y eso trastoca muchas calendas. Tokio 2020 en 2021. Gomorra se hizo esperar y se fue hasta Riga a resucitar muertos y gulags, a matar letones y a recurrir a cementerios en los que matar. Otra vez. Gomorra, la vida misma, es una sucesión de cementerios (aparte del mal gusto para vestir de la mayoría, del mal gusto para decorar casas, del mal gusto en general). Viva la mafia y el mal gusto. O lo que consideremos mal gusto. El mal gusto no es el mismo para todos. No siempre. Quizás no sea para tanto, quizás siempre exageremos, quizás hay trenes que no lleguen nunca. Ahora todos somos expertos en series que antes nadie veía, en series por las que no pagaríamos o que no les prestaríamos atención si las pusieran en la tele pública. Acetona para nuestras uñas, aunque no estén pintadas. “¿Si te hubiera traicionado me habrías matado?”. No vale para la política, pero sí para Gomorra. Hay niveles en la traición y en la desesperación, en el divorcio y en la ausencia, en la viudedad y en la ceguera. Hay veces que ni en la Biblia encuentras una respuesta. Decía don Manuel Alcántara que había que llevar cuidado con las vocaciones tardías y con las agonías largas. Algo así ha pasado con Gomorra, que ha empezado como un seminarista bueno, un cura normalita y un obispo malo que no sabe el modo de acabar su mandato. ¿Esto pretendía ser algún tipo de moraleja? Lástima.
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