lunes, 17 de enero de 2022

Yellowjackets. Primera temporada.

Empieza Yellowjackets con una carrera por la nieve, al más puro estilo de la última de Dexter (o lo que demonios sea ahora Dexter, o el hijo de Dexter, o el fantasma de la hermana de Dexter). Después suena el Today de The Smashing Pumpkins, con aquella historia de los silencios y la mordedura bucal y el puesto de perritos (o de lo que fuera el puesto, que parecía el camión viejo de reparto de la Estrella de Levante). Con Yellowjackets volvemos al tema (inabarcable) de las etiquetas, de la clasificación de una serie. Luego hay una craviotada (el Supernova de Liz Phair con aquel inicio tan peculiar), y se habla de pletinas y se ven habitaciones manifiestamente mejorables. Equipo soccerístico yanki en femenino plural, odio entre las integrantes, viajes al caos, presente y pasado. Todo mentira, lo de la amistad y el resto de nuestra existencia. También suena para empezar el Miss World de Hole, aunque aquí somos más de Celebrity Skin, pero sirven como metáfora de personajes femeninos torturados por un pasado que se hizo trizas y que te lleva a una vida de dispersión, de fregar platos y ropa ajena (aunque sea de tu familia, pero sigue siendo ajena cuando utilizas el quitamanchas en ropa interior que no es tuya). A los que llevamos algún día el pelo como un sucedáneo de Kurt Cobain (aunque lo mío era una melena al más puro estilo Yellowjackets, también difícil de etiquetar) nos jode escuchar a la loca de Cortney Love, pero es ponerte a escuchar el Celebrity Skin y luego te salen bastantes canciones más de Hole (y te jode, pero es que somos mayores y cascarrabias). Pero la serie lleva a eso, a la segunda mitad de los 90’s, a esas faldas de las niñas, a esas pintas de los niños, a esa música y a ese odio generacional de fracaso con camisetas de Pearl Jam y poster de Nirvana, a fiestas con pastillas y a lesiones provocadas por puro placer para ver el dolor ajeno. Y el pasado siempre vuelve. Antes de las redes sociales era en los bares, por la calle, en un colegio, en un instituto, en la universidad; ahora, en cualquier sitio. Un hijoputa el pasado. El peor de los peores. Un cabrón. ¿Y quién cojones confunde en el paladar el pollo con el conejo si no te ha quitado el COVID el sentido del gusto? ¿Putas zorras chaladas que se vuelven a encontrar? Un buen show el de Yellowjackets. ¿Agua dulce y camisetas retro de los Pixies? Cristales rotos y tormentas que van y vienen, que la meteorología es una ciencia complicada. Difícil. Pero con el paso de los capítulos, la lucidez se pierde y emborrona, se estira más de la cuenta y el agua bendita se vuelve turbia y no sirve ni para bendecir a los muertos que hay que desenterrar para quitarle el anillo de la familia. También aparece la pildorita política, la de la prensa, la de la venganza, la de la vida cotidiana errónea: muchos palos en la misma baraja. Pero está bien intentarlo, está bien hacer el jarra de vez en cuando y pasar de reflexionar a actuar, de malos principios que acaban en dolor familiar, en drama yanki que aparece en el telediario porque donde hay escopetas hay dramón gringo. O gringa. O gringue. Y suena el Vienna de Ultravox, mientras no hay ovarios para matar al padre. O al marido. O sí. Y cuando empieza la caza, solo queda un grito posible: Viva el Paleolítico, viva la depredación, viva comer carne de cerdo con los incisivos frontales llenos de sangre.

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