sábado, 1 de enero de 2022

A su imagen

Empieza A su imagen de Jérôme Ferrari con la cita del Éxodo que habla de que no hay que adorar imágenes ni rendirles culto (todavía no había futbolistas ni eneefelistas a los que adorar). Ni esculturas, ni imágenes. Del Éxodo 20, 4-5. Llevo tiempo sin leer la Biblia, estoy perdiendo las buenas costumbres, las costumbres bíblicas (bueno, lo he perdido casi todo, estoy sin brújula desde hace mucho tiempo). Luego cita a Coetzee, reflexionando sobre la obscenidad de lo que hay que tapar y esconder. Para acabar con las citas (como un soltero recalcitrante), termina con Riboulet: “Ha pasado la muerte. La foto llega después de quien, a diferencia de la pintura, no suspende el tiempo, sino que lo fija”. A su imagen, otras de esas obras con las que reflexionar con cada párrafo, con cada hecho de unas vidas que en cualquier momento se pueden destrozar. Leyendo A su imagen crees que en cualquier momento la vida se puede dividir en mil pedazos como un vaso estrellándose contra el suelo. O contra tu cara. Da igual el escenario y la fecha de los acontecimientos, da igual que sea en Belgrado o en Ajaccio, en la Primera Guerra Mundial o en una explosión de un grupo nacionalista de una isla mediterránea. Las imágenes, como los murales o los sellos de correos, nos dicen muchas cosas. ¿Qué hay dentro de nosotros que sale cuando nos recreamos con una fotografía? ¿Qué podemos sentir ante la imagen de un buitre ante un niño hambriento? Lo bueno y malo de las fotografías es la posibilidad de caminos que nos abren y que nos permiten jugar con ficción histórica: ¿Qué hubiera pasado si aquel rey yugoslavo no hubiese sido asesinado en Marsella en 1934? Qué más da. Los sermones, los que hemos recibido y los que nos quedan por recibir, los que damos y los que daremos, no son todos iguales. Podemos hacer un guión, hacer una escaleta, memorizar hechos claves, salvar meteoritos de mentiras… pero no hay dos iguales. Nunca. Con A su imagen, JF nos pone en la tesitura de pensar el sermón que, como sacerdote, le escribiríamos a nuestra ahijada en su entierro. Dice en la página 18 JF que estas muertes suponen “un escándalo con un temible poder de seducción”. ¿Pero qué muerte no es seductora? La vida y la muerte lo mueven todo, pero también los hechos que hacemos y que repercuten en los demás. Y subraya el enigma de lo que pasa cuando regalamos algo, y ese objeto cambia la vida del que lo recibe. En este caso, en A su imagen la fotografía es para la protagonista una obsesión, pero repite el autor que no es un capricho. A veces, heridos en nuestro orgullo de creernos los más importantes, de creernos el centro del universo, no diferenciamos entre caprichos y obsesiones. Pero cambiamos. Mucho como Pablo, otra vez, camino de Damasco. Y en ese cambio llevamos implícito un camino de perfección, ya sea en nuestro trabajo o en nuestras aficiones. Decía don Manuel Alcántara, hablando de los curas que se ordenan tarde, que hay que llevar cuidado con las vocaciones tardías. Pero cuando entra en la ecuación la palabra fe, el resultado es imposible de calcular. Con la fe de por medio, actuamos bajo otro prisma, en un nivel distinto, en un sector de ensoñación creado artificialmente pero que creemos absolutamente real: es el caos contra la lucidez, pero nos encanta el caos. A su imagen nos lleva a ese infierno de la fe, a aguantar un velatorio aunque el muerto apeste, a rezar cuando no tenemos consuelo, a llamar a una puerta que te mete en líos cuando no puedes esperar. El problema es que todo puede convertirse en un show de vergüenza ajena, un espectáculo de himnos atemporales. Cuando volvemos a nuestros pasados, aparecen siempre imágenes que queremos guardar y otras que deseamos esconder. No queremos ese espejo, porque con esa imagen reflejada podríamos cambiar de nombre, podríamos apuntarnos a una secta o a un grupo terrorista, podríamos dejarnos guiar por el amor equivocado o por las amistades adecuadas. Con A su imagen reflexionamos, otra vez, sobre lo difícil que es sobrevivir con lo que hemos visto y oído, con lo que sufrimos con nuestros trabajos, con la carga de nuestras retinas. Pero cuando en nuestras vidas aparece la resignación, dudamos si hemos tomado la autovía adecuada y con la velocidad necesaria, no sabemos si cambiar de sentido, volver o alejarnos lo máximo posible. Cita JF la palabra “insignificancia” en la página 76. No siempre queremos asumir lo insignificantes que somos, lo prescindibles que podemos llegar a ser. Decía el hombre de la camisa verde que no sabía si alguien le iba a llorar en su entierro. Ahora hemos visto imágenes, entre confinamientos y pandemias, de personas solitarias en el entierro de sus familiares más queridos, sin poder abrazar a nadie, sin encontrar un hombro en el que apoyarse; hemos visto féretros apilados en pabellones; hemos visto el horror de los pasillos de los hospitales con la muerte en soledad. Y hay personas, instituciones y gobiernos, de distintas ideologías y credos, que no querían que pudiésemos ver esas imágenes. No siempre hay un Cristo que resucite a Lázaro. O nunca. Y, como en las imágenes, también enfatiza Ferrari la utilización de palabras equivocadas, como las escuchadas en los entierros por curas que no conocen a los muertos, y pone a la vez en la misma frase “consuelo” y “obscenidad”. En muchas ocasiones, el consuelo es imposible, como vemos cada vez que unos padres entierran a alguno de sus hijos. Y en mitad de ese desconsuelo, repudiamos hasta al mayor de los amores y no hay penitencia posible que nos redima. No deja títere con cabeza A su imagen, hace que nos planteemos si las decisiones tomadas son las correctas, si las renuncias han sido las suficientes y si nuestros actos son execrables o manifiestamente prescindibles. Quizás, en mitad de nuestros sueños apáticos, no hacemos lo que deberíamos y nos conformamos con una tregua cuando podríamos ganar la guerra. A su imagen, una pequeña obra maestra.

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