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viernes, 6 de junio de 2025
¡Mártir!
“El amor era una habitación que solo aparecía cuando entrabas en ella”. Esa frase, de la página 390 de ¡Mártir!, podría ser un pequeño resumen de este libro lleno de desamor. Siempre pienso en la forma de describir la canción Un buen día de Los planetas que hizo en un especial de Radio 3 Diego A. Manrique: “Una canción de desamor disfrazada de vida cotidiana”. Escribe Kaver Akbar que “los humanos son más que un enorme vacío esperando a que alguien lo llene”. Es difícil llenar los vacíos en la sociedad contemporánea. Con tantas prisas, con tanto estrés, siempre perdemos el tiempo (siempre salimos perdiendo). Junto al desamor, en este libro, todo está marcado por la dependencia. Desde el principio, KA hace hincapié en esa forma de desaprovecharlo todo: “A lo mejor era que Cyrus había consumido las drogas equivocadas en el orden correcto, o las drogas correctas en el orden equivocado”. Pero entre el desamor y la dependencia, siempre hay rendijas: “¿No estoy siempre diciendo que tengo que vivir los poemas que aún no he escrito?”. No es fácil superarlos (el desamor, la dependencia, el día a día) porque al protagonista de ¡M! “no beber le suponía un esfuerzo titánico”. Y aunque hay vida más allá del Everclear, y del adormecimiento, siempre queda esa nada de la que habla en la la página 35. En ¡M! hay meadas en la cama, hay abstinencia que no se contiene, hay canciones de Arcade Fire y hay sentencias que te sirven para casi cualquier momento (“nunca saques a un personaje al escenario sin saber lo que quiere”). Entre mierda de pollo industrial (no de cualquier pollo, no) y citas de Borges sobre padres y espejos, ¡M! te lleva a su terreno, a pensar en la dependencia del alcohol y en la dependencia de las personas, a sermones que no siempre se entienden y a la voz de Nick Cave (no entiendo la elección de la canción, yo me hubiera ido al hermano de la copa vacía), a las consecuencias de nuestros actos y de nuestras palabras, tanto de las que hacemos como las que no materializamos: “Estaba furioso consigo mismo por no haber dicho algo más contundente al marcharse que la mierda de esta secta de mierda. Mientras volvía a casa, iba pensando en alternativas mejores: iglesia republicana de pollaviejas, aquelarre de crápulas racistas”. También ¡M! nos lleva a ese mundo perdido, el de los sueños, pero metiendo en la coctelera la palabra calvario: “Como un incentivo para el calvario, el cuerpo ofrecía sueños. A cambio de un tercio de tu vida, te ofrecía grandes festines, exóticas aventuras, amantes hermosas, alas. O, por lo menos, la promesa de unas alas, que solo resultaba un poco menos embriagadora por la curiosa amenaza de una pesadilla. A veces sin más, tu mente decidía reducir a un gemido, o a un jadeo en medio de la noche”. Y Jordan, y Iverson, y Ray Bradbury, y esas piedras angulares sobre las que, dicen las sagradas escrituras, se apoya todo: “El verdadero amor de Cyrus, su piedra angular, su alma gemela, seguía siendo el alcohol. El alcohol era fiel, omnipresente, predecible. El alcohol no exigía ningún tipo de monogamia, como los opiáceos o la metanfetamina. El alcohol solo te pedía que al final de la noche volviera a casa con él”. Y, a continuación, KA, sentencia: “Deja las cosas en el orden en que te están matando”. Deja ¡M! también bastantes momentos en plan Hermanos Coen cuando lees sangre, zapato, hacha, comida, calzoncillos y comida en pocas frases. Juega, quizás con falta de esmero, con esa culpabilidad ajena que llevan en la chepa algunos llegados a otros países y que nunca superan (o es mi impresión, quizás equivocada), o no quieren superar, o la de mirar a otros pensando en culpas que no llegan nunca: “Si mañana muriera intentando matar a un dictador genocida, las noticias no dirían que un estadounidense de izquierdas ha hecho un sacrificio basado en sus principios y por el bien de la especie. No, las noticias dirían que un terrorista iraní ha intentado cometer un magnicidio” [Y me hace pensar en el Dictador Serbio de Los lagos de Hinault]. Comiendo pollo orensano ecológico (!!!), retomo el tema avícola, que hasta la mitad de la primera década de los 80’s viví enfrente de una avícola: “Pollos industriales, así era como llamábamos a nuestras aves. Eran como mágicas. crecían como mala hierba y apenas había que darles de comer. Los sacrificábamos a los 35 días, cuando ya casi pesaban dos kilos. Un pollo criado al aire libre puede tardar más de un año en alcanzar ese peso”. Y el espíritu de Reggie Miller, ahora que los sobrevalorados se apellidan Halliburton, está bien reivindicarlo (¿Y quién reivindica a Thibodeau?): “Si era temporada de baloncesto, veíamos los partidos de los Pacers. Nuestro jugador favorito era Reggie Miller. Era implacable y nos encantaba. Metía una canasta y se burlaba del jugador que intentaba marcarlo”. No dice nada del Tourette de Shareef Abdur-Rahim, aunque habla de él, y de Olajuwon y de esas botellas de ginebra enormes que te llevan a la pregunta del sifón: “Era una medicina asquerosa, pero ¿cuál era la alternativa?”. También nos retrata ¡M! en los complejos de la vestimenta (sobre todo, los complejos ajenos), con zapatos y zapatillas que dan ganas de huir del mundo (“la moda es un arma capitalista”), y los retratos, y Bush, y como se puede llegar a la “aversión vitalicia hacia la gente rica”. Reflexiona también, con momentos de lucidez no siempre taciturna, sobre “la aversión vitalicia hacia la gente rica”. Y en ese retrato, siempre hay una capilla con una vidriera que nos mete los rayos en los ojos: “Era cristiana, pero cristiana americana, una de esas personas que están convencidas de que lo que necesitaba Jesús era un rifle más grande”. Mármol, cinceles y todo lo demás. Y esos momentos que retratan a una generación, aunque hay generaciones que no tienen etiqueta suficiente para retratarte: “Eran las dos de la madrugada y Cyrus era ideológicamente contrario y constitucionalmente incapaz de rechazar alcohol gratis”. Aunque a veces se estrella con una pértiga en una final olímpica de decatlón, siempre nos decantamos por la Maratón: “Es mejor acostarse con un caníbal sobrio que con un cristiano borracho. Se veía a sí mismo como el caníbal sobrio y a los americanos, así en general, como los cristianos borrachos”. Incluso, puestos a especular, habla sobre el futuro inexistente, ese futuro que nos lleva a una locura de manicomio incontrolable: “No creo que sea muy recomendable ponerte a imaginar titulares sobre tu arte antes siquiera de crearlo”. Y como todo es mentira, todo es mito: “Los mitos son las historias que nos contamos para hacer la vida más tolerable. Para que nos parezca que vale la pena soportar nuestras vidas de mierda”. Y en ese laberinto, nos perderemos, o quizás, tú, en primera persona masculina singular: “Encontrarás el final que buscas cuando dejes de buscarlo”. Y el Miserere de Allegri (en do menor, por supuesto), y el paisaje de la caída de Ícaro de Brueghel (seas viejo o no), y entender, en la mayoría de los contextos, que “los cerdos son más listos que los perros y las perlas no son más que piedras”. Llega ¡M! hasta el punto (con un horno a una temperatura muy alta), de indicar el camino de las migas digitales, de que no ignoremos los sacrificios paternos invisibles y de llegar a ese momento en le que te das cuenta de que “si no encontramos el Infierno es que no es Infierno”. El jodido infierno, ese día a día (con o sin etiqueta de veneno), en la que “los humanos no son más que un enorme vacío esperando a que alguien lo llene”. O lo desborde. Y ahora que tenemos nuevo Papa, no está mal leer una frase sobre dogmas, o sobre principios, o sobre aquello que no entra en la catedral porque los parroquianos no es que estén dentro, es que tapiaron la entrada ante el pestazo de los peregrinos: “Algunos poetas andan siempre pontificando sobre el precio del pecado –añade Zee–, pero nadie menciona nunca el precio de la virtud. El peaje de esforzarse tanto por ser bueno en un juego que está amañado contra la bondad”. Pero en esa gran mentira, y ¡M! es todo mentira desde el principio (Mamá, vuelve, Mamá), toca creernos que siempre nos han contado la verdad y que esa verdad, con mierda de pollo en los pies, resulta creíble: “Es difícil no envidiar a los monstruos cuando ves lo bien que les va. Y lo poco que les importa ser monstruos”. Una buena novela con la que creer que hay redención, aunque llevemos unas zapatillas con las que espantemos al personal a nuestro alrededor (y que dure).
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