viernes, 16 de julio de 2021

Los años extraordinarios

No sé si yo nací un día de viento y no sé si me hacía el tonto, porque no recuerdo casi nada de pequeño. Bueno, de lo poco que me acuerdo es del zumo de piña que me obligaban a beber las monjas de la guardería (y no me pegué nunca con ellas). Empecé a leer Los años extraordinarios dos días después de una nota inesperada, y no precisamente entre una transición entre república y monarquía. No tenía conocimiento de la existencia de Rodrigo Cortés hasta que un día caí, buscando información sobre otros asuntos, en un episodio de La Cultureta. Escribe Cortés sobre una Salamanca de antes de tener mar y de después de tener más, de su salida de la ciudad y la llegada a un lugar, Espuria, donde la música era obligatoria (esgrime como Jaime de Astarloa que era por una cuestión de equilibrio, casi como Moncho Monsalve hablando de baloncesto y los cinco primeros minutos de una segunda parte). No quise informarme mucho de LAE porque las comparaciones tiraban hacia Mihura, hacia Jardiel Poncela, hacia Edgar Neville. El principio, desconcertante, habla de madres y padres y mercerías y hermanos que llegan y hermanas que sustituyen a hermanas y va a demasiada velocidad, demasiadas presentaciones en muy pocas páginas (algunos dirían que en muy pocas, nunca se sabe). Pero es un desconcierto atrayente, quieres saber más de ese Jaime que comparte apellido con un general, de un tipo que vino al mundo 19 años antes del desastre annualítico según nuestros calendarios actuales pero que, según Braudel, no podemos usar de cualquier manera. Y siempre es bueno volver al pasado, volver a buscar fantasmas (dentro y fuera de la familia), volver a hacer buena migas con quien se pueda hacerlo, volver a ver a un padre andar con manos a la espalda, volver a ver dos catedrales que están juntas y que puedes ver empequeñecer cuando te vas a Francia desde el puerto salmantino. Hace RC uso de la palabra altivez, esa que siempre veneramos desde su uso por el profesor José Perona. Se refiere RC a una guerra francoholandesa acabada en equis en la quiniela y pone la Filosofía, esa cosa que no se entiende nunca, en el tapete de los piratas. También reflexiona en LAE sobre lo de fuera, sobre lo que no es nuestro sobre lo que nos pasa cuando estamos en el extranjero y todo es diferente, y pone énfasis en las palabras alma y vibración. Vivan las vibraciones. Y una vez en los territorios que hicieron crecer Juana de Arco y el Gran Delfín, y con un París modificado, vuelve a hablar de voces ancianas, y entonces vuelvo a pensar en la frase del Maestro de Gramática sobre la altivez. Va subiendo escalones en la narración del personaje conforme pasan las páginas: niñez, juventud, búsqueda de madurez. El hombre de la camisa verde decía que no existía la madurez, que el solo iba al médico con su padre y le compraba los medicamentos cuando tenía el viejo cáncer. Que eso si era la madurez. Anarquistas, mujeres, libros y gente mononeuronal de un solo sentido. O varios. O distintos sentidos volcados en uno solo. Barro y figuras que estallan contra una pared como lo hacía el puño de Tony Soprano para no hacerlo en la cara de Carmela. Y tiene razón que es un error creer en el entusiasmo, o en lo que cada uno entienda por entusiasmo. Me ha hecho recordar LAE los cientos de artículos de Manuel Alcántara que tenía de los periódicos de mis padres, y tiene razón RC al decir que los periódicos pasados hoy tendrían mucho más valor. Muchísimo. Lástima que estemos dejando de lado el papel y pensemos solo en digital y en clave, en las Galicias (o Galicios y Galicies) que están lejos. Ilustra con palabras RC la mentira de gran parte de la prensa y columnismo, o, como decía Ginés Caballero, el quintacolumnismo. De ahí pasa Fanjul a una Bruselas miniepisódica, desliz que hace de puente antes de caer en El Aaiún. Y de Tarfaya a Oporto y Guarda, y referencias a una guerra de una España que también cambiaba (Alicante contra el resto) y de guerras de hormigas contra chicharras y de cárceles portuguesas previo paso por una bruja de más de veinte décadas. De ahí al São Bento de Las Azores, con su universal inglés que se hizo aún más universal hasta parar en Inglaterra. Y el bombardeo nazi de Inglaterra, y los discursos de Churchill y los cascotes y la supervivencia. Y Escocia, y una Nueva York a la que aterrizar de manera peculiar y a la que hay que ir con dinero sí o sí. Y Camboya, y algún sitio llamado Mudra, y un fallido viaje en el que sobrevivir, y la India y Pakistán (no podríamos vivir sin Indias Británicas). Y preguntarte de que manera diferencia uno a persas de indogriegos, y pasar a Irán, y a Irak, y a Jordania, y a Egipto, y a Libia, y a Túnez, y a Argelia, y volver a Marruecos 26 años después. Y me gusta eso que pone en “Lo de Egipto” que dice que lo hizo menos tolerante y que “la tolerancia es la virtud del soberbio”. Y luego a las Italias, porque Italias, como Españas, hay muchas, o son lo mismo pero en distinta posición napolitana o de Mahón, y Caseria o Frosinone. Y pensar, o volver a pensar en esa Roma a Lo Corbusier y los grifos fruto del baldoquino de Bernini. Y el lago Como, antes y después de aquel equipo femenino de baloncesto, y la cima de la marca de plumas, y un Milán del Milanesado (¿qué pijo son las gafas de marxista?) y el cambio en la famosa torre parisina y Zaragoza y Lérida y esos coches volando, y los terremotos y frases para enmarcar: “El miedo llega en silencio y se te queda a vivir en el cerebro”. Los años extraordinarios ha sido un plan de evasión entre decepciones de oposiciones, paseos en La Manga y caminatas en Totana. Lo único que pediría, como si de una película se tratara, que al principio, en próximas ediciones, se le añadiera un mapa de esa geografía tan particular (y no solo de la salmantina), para que los profesores, tan suyos a inventar historias con los alumnos como los viajes de Alejandro, muestren las paradas fanjulianas de ese viaje tan extraordinario. O no.

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