domingo, 31 de diciembre de 2023

viernes, 29 de diciembre de 2023

Los Farad. Primera temporada.

Los Farad, como buen cuento de licuadoras e intermediarios, va de reputación. De las que se van al carajo rápidamente, con el ajo suficiente puede estar bien pero, si te pasas un poquito, ni una canción de Julio Iglesias lo arregla. El ascenso está bien cuando pasas del Renault 18 al Rolls Royce y no hay daños colaterales. Pero cuando si hay consecuencias, el torbellino no para y las motos de cilindrada pueden derrapar. Emprender hasta encallar, porque siempre hay alguien más rico, o más timador. Sorprende en Los Farad que parece que nunca hay secretos y “el capitalismo siempre paga mejor”. Y, además, “la gente sensible, piensa”. Tiene un aire de Narcos con imágenes castristas que vuelven a hacer pensar, esta vez, en afeitarse la barba (y decir angolanos en vez de angoleños). O dejársela más larga: “Si tu quieres ganar la Guerra Fría, empieza por alimentar bien a tu gente”. Y viva el jamón y adiós a la mortadela búlgara (la de Bulgaria, no la de Valencia capital Bulgaria). Ideologías que no se entienden para vender armas. Y todo lo demás, como conseguir un continente “sin viejos ni gordos”. Y las cacerías, y el napalm, y el pasaporte diplomático, y el Yemen que haga falta y el Menotti que llegó al Atleti en el momento equivocado. Y Saddam, y Reagan (momento surf), y Jomeini, y no preguntar el precio del yate y esa Marbella convertida en casa de putas internacional. O casi. Aunque se les va la mano con el cansino intento repetitivo a lo Top Gun (la moto, la chaqueta, los viajecitos) Los Farad se hace huecos, entre codazos en la zona, entre la inmensa cantidad de ficción que existe. O que parece que existe, porque Fukuyama nos trajo algo que nunca existió. O dicen que existió.

domingo, 24 de diciembre de 2023

El Arpista

En El Arpista no siempre pasan cosas, pero casi siempre hay frases que poder subrayar, o de las que sacar algún beneficio. Desde el principio de la novela sobrevuela la idea de la conspiración, con La Manga como escenario dentro de otro escenario, con su forma de “cabeza decapitada de roedor imperfecta”. Y en esa lengua de hoteles (solo dos), se escuchan historias sobre el final de la Guerra Civil Española y sobre niños sin familia y viajes con retorno obligado. Escribe David Galindo Martínez que “somos lo que dicen de nosotros”. Somos más cosas, pero no siempre hace falta que lo sepa todo el mundo de nuestro entorno. Y en esas, pensamos en lo que significamos, o en nuestra invisibilidad más absoluta: “Los intercambios de turistas que necesitaban sentir que la tierra no es más que tierra y no un vertedero de escombros cársticos sobre el que se afanan unos seres imperfectos e incapaces de vislumbrar la hermosura de serlo. Un mundo en el que ya no tenían cabeza los lamentos”. El Arpista es una historia de desapariciones y de búsqueda, porque “esfumarse es un acto lúdico”. Ojalá fuese tan fácil. Y “la música es un engaño”. Como la vida, porque todo es mentira: “Desaparecer en un mundo tan grande, tan desunido y tan áspero como el que habitamos no debe ser nada difícil. Solo tienes que mentir”. Y puestos a recrearnos en lo que podemos llegar a ser (o, mejor dicho, pudimos llegar a ser), la venganza siempre anda suelta, con un collar largo porque “siempre hay alguien que te odia”. El Arpista nos lleva a creer, o a querer creer, que hay algo más esperando, que detrás de tanto rechinar dental hay profetas con lugares escondidos para los virtuosos y de que todavía está imperante ese “pragmatismo impropio de locos y herencia de otros malos tiempos vividos”. Y puestos a ilusionarnos con irrealidades, con ciudades invisibles, nos creemos reyes en nuestras ínsulas, porque “las islas tienen ese poder, el de hacer pensar que están fuera de la jurisdicción humana”. Pero toca repetir, curso o cárcel o situación administrativa, y eso ocurre, DGM nos lo recuerda en El Arpista: “Si algo te sale mal tres veces seguidas, la culpa es tuya”. Y en este mundo de ruinas, de belenes apocalípticos y tierras elegidas por el dolor, resalta el autor su acercamiento a la antivictoria: “Siempre me ha marcado y hecho generar algo de simpatía por los imperios caídos y por los soldados que quedan sin saber qué hacer después de la derrota”. El hombre de la camisa verde repetía continuamente aquello de que “siempre salimos perdiendo”. Y es así, lo demás es utopía, es viento calentujo que acelera el final previsto. O el otro. Y nos recuerda también esta novela aquella letanía sanchez-ostiziana sobre los escalones de la vida humana, sobre todo haciendo hincapié en los que dejamos atrás: “Las poses son como los de los modelos de los catálogos de los grandes almacenes que tratan de vender la juventud como una virtud de la que no hubiese que huir despavoridos sin mirar atrás”. Pero el reloj nunca juega a nuestro favor, poque “casi todo en la vida, si llega, lo hace a destiempo” (ríanse del añadido postimplantación varística). Y ya puestos a madurar, nos recuerda “la ausencia sólida de los que faltan”, como si no hubiese drama ya en nuestras vidas. Pero, pese a todo, siempre hay una línea (imaginaria) de pequeña esperanza, llámese encierro propio u obligado, en el que comparar el mar con lo demás: “El mar es un área neutral casi siempre, amigo. Un espacio en el que los hombres son solo lo que son. Bien poquito, te adelanto. Bastante cabrón es ya de por sí como para andar con fronteras y zarandajas que allí en medio no tienen razón de ser. Y la gente se comporta en general bastante bien sin mirar las banderas ni el color de las plantas de los pies del otro cuando lo ven en apuros. Aunque, por supuesto, hay de todo y allí es difícil disimular lo que llevas dentro”. Pese al humo que nos llega, debemos creer que “en estos tiempos tan convulsos, el arte es más necesario que nunca”. Una buena elección la lectura de El Arpista.

viernes, 22 de diciembre de 2023

El encargado. Segunda temporada.

“Nunca me han gustado las personas que trabajan de ser buenas. Son las peores”. En la segunda temporada de El encargado toca reflexionar sobre la desconfianza absoluta, sobre lo maquiavélico, sobre lo que somos capaces de hacer (o incitar a hacer) en caso de defensa propia. ¿Hasta dónde somos capaces de llegar? ¿Cuál es nuestro límite? ¿A qué locura llegamos en nuestro manicomio existencial? La vida se acelera, como las buenas canciones de los Artic Monkeys, y antes o después, puede descarrilar. y te conviertes en un Baldwin en Sliver, y te da por sacar la lupa aunque no te haga falta. Viva el resentimiento, y “la defensa de los pobres tullidos” (ah, no, que todavía no estamos hablando de Sospechosos habituales, aunque siempre es buen momento para hablar de Sospechosos habituales”. Y la familia, y el aceite caro, y los pactos germanosoviéticos, y las rancheras, y los medioparacaidistas y esas frases que se te quedan clavadas en mitad de una madrugada que va del desastre a la pesadilla: “Eviten estas manifestaciones, así primitivas, fundamentalmente en los espacios comunes porque hay mucha vieja retrógrada aquí en el edificio. A mí no me molestan lo más mínimo, son conductas humanas muy rústicas que no le hacen mal a nadie… más allá de lo antiestético”. Y como esa, muchas más, porque siempre es bueno preguntar, a la hora que sea y en cualquier contexto: “¿A qué hora se castran los hámster machos?”. Pero siempre hay un velatorio al que asistir, siempre una enfermedad que inventar, siempre una suspensión de tres semanas que llega a tu vida y no podemos ser equidistantes: “En la vida no hay medios. Entre los bomberos y el fuego, no puedes ser neutral”. Y en El encargado hay mucho fuego. Y del bueno.

sábado, 9 de diciembre de 2023

The Morning Show. Tercera temporada.

Hay momentos en que The Morning Show, en esta tercera temporada, quiere ir de Billions, quiere vender esa historia sobre el capitalismo y trajes caros, sobre Silicon Valley transformado por seres elonmuskizados, sobre los golpes de suerte convertidos en golpes de estado que acaban disfrazados, otra vez, en mero oportunismo. Pero no. A The Morning Show le falta dar, como otras veces, un paso. No vale este juego de la equidistancia, de lo políticamente correcto, de luchar contra los que luchan contra el aborto y ser más papistas que el Papa. Aunque el inicio es deslavazado (parece una suma de películas inconexas), nada como un ciberataque (o un supuesto ciberataque, o una desconexión) para enderezar la torre babilónica que es THS. No se puede estar en todas las salsas, aunque se mezcla, como en Sálvame, aquella historia de que “debemos dar la noticia, no ser la noticia”. Quizás, tirando de galones sin Sergio Ramos en el equipo, lo blanco no siempre parece blanco: “Lleva tanto tiempo que es parte de la decoración. Pero en todas las casas se renuevan los muebles”. Hay que cambiar cromos, pero siempre surgen lugares comunes: filtraciones, racismo, FBI y reconocer que “la naturaleza detesta el vacío”. Esos lugares comunes, probablemente, sean los que le dan el éxito a TMS, porque “siempre de etiqueta, nunca defraudas”. O no. Quizás sea el comercio de la bazofia, porque “es la mejor parte que tiene la basura, que se puede externalizar”. Y puestos a vender, compramos gente desesperada, gente etiquetada a la que le gusta mirar, a la que le gusta asomarse a un mundo que es incontrolable pero atrayente: “Los cotillas se vuelven suscriptores”. Pero con las pajas mentales (lo de creerse importante, tanto o más que la Sexta), chirría cuando escuchas frases del tipo “incluso los más jóvenes ven la tele si la democracia tiene un final abierto”. La gente joven no ve la tele, aunque por mucho que desde la tele se empeñen en decir que “no seguimos las reglas, las hacemos”. En este juego de TMS, “la Historia es lo que ustedes decidan que es”, aunque cansa, y mucho, esa patalea sobre la cantinela de la “fosa séptica patriarcal en la que vivimos”. Todo sube y está manipulado, nunca gusta que se despidan de ti, pero “cuando el tsunami llegue, espero que lo veamos desde el tejado”. Pero al tsunami, en THM, ellos tan socialmente no retrasados, lo llaman superola. THS nos vuelve a subrayar que todos tenemos puntos débiles (infinitos) y que no valoramos lo suficiente la distancia (cualquier roce, por pequeño que sea, nos lleva a multiplicar las palpitaciones) porque “cuando alguien tiene la viruela, no apetece abrazarle”. TMS, nos deja muchas polaroids a las que soplar. “Dicen que todas las fotos cuentan una historia” y las que deja TMS en esta tercera temporada, no son agradables por mucho que las vistan de trajes de gala y zapatos relucientes. Y no, no se dice guerra en Ucrania, siguiendo el lenguaje putinesco, se dice “operación militar especial”. Estamos perdidos en la batalla y no hay brújula que no guíe. Ni encendiendo la televisión.

viernes, 8 de diciembre de 2023

martes, 5 de diciembre de 2023

Mi padre alemán

La culpa y el desarraigo. Al principio de Mi padre alemán, Ricardo Dudda subraya esas dos palabras para hablar de este libro que “es un collage, es una exploración del pasado familiar”. Y todo empezó con un trabajo de bachillerato aunque él no lo supiese en ese momento. Viva el bachillerato. Vivan los trabajos. Viva Mi padre alemán, y viva Prusia, y todo lo demás. “La vida es quemar etapas y no mirar atrás”. Habla RD de su padre como "un luterano bastante heterodoxo", de los de velas encendidas (como mi madre ante cualquier acontecimiento, o examen, o viaje) pero que desde su llegada a España en los 60's cambió su visión de algunas cosas y siguió con sus manías e historias mentales en otras: "Ha sido y será siempre el único alemán prusiano luterano trombonista refugiado de la IIGM que le reza a la Virgen del Rocío". Les hablé del libro a mis alumnos de 1º de Bachillerato, del hambre y los cambios de fronteras (hay vida más allá de Alsacia y Lorena) y también les dije que aparecen bandas de música del Cabezo de Torres, y Mazarrón y de que las veces que ha nevado en Murcia y de las fotos que guardamos en casa en esos días. Es un poco lento el libro pero nos vale para entender muchos asuntos o, por lo menos, intentar entenderlos (casi como nos pasa, todos los días, con el Wilco de Templeton). La historia de este prusiano luterano que vive en tierras de Mazarrón nos lleva a leer sobre Prusia: "Los prusianos siempre se consideraron especiales. Eran alemanes pero no unos cualquiera". Nadie es cualquiera, decía el hombre de la camisa verde, con su caída de ojos, tanto o más importante que la desaparición prusiana. Apostilla RD: "Fueron un imperio antes que Alemania, y una de las grandes potencias del centro y este de Europa durante siglos. Cuando el Reino de Prusia se integró en el Imperio alemán, conl a unificación de Bismarck en 1871, Prusia se convirtió en su Estado más poblado e importante. Prusia fue, durante décadas, especialmente en sus años expansionistas e imperialistas, el verdadero esqueleto de Alemania, una especie de patria dentro de otra patria". Patria sobre Patria, que Aramburu anda por Alemania más que por España. Eso de esqueleto no siempre se entiende. Añade Ricardo, que se llama así por su abuelo alemán: "También fue su esqueleto ideológico. Era el núcleo germánico, teutón, militarista y reaccionario de Alemania. La concepción prusiana de la política era feudal: unas pocas familias de aristócratas controlaban la tierra y mantenían en un estado de semiesclavitud a sus súbditos, que solían pertenecer a minorías étnicas y religiosas". El cuadro es como la silla eléctrica: un lugar con encanto. Alentador. Llamativo. Más madera para la combustión germánica: "Sus políticos eran célebres por su desprecio a la democracia, su reaccionarismo y su obsesión militarista". Y luego, sin peligro, la opinión de historiadores, que "creen que detrás del nazismo había un largo linaje de valores autoritarios que comenzaba con Prusia. Goebbels convirtió Prusia en un personaje clave de su propaganda; Hitler elogio el espíritu prusiano en Mein Kampf". ¿Y eso? ¿Su significado? Escribe RD: "Prusia significaba el deber, la disciplina, la obediencia, los valores tradicionales". Como un colegio de monjas que pegan a sus alumnos, que atan la mano a la silla a los zurdos. A los zurdos. Y luego sigue en la página 32 hablando de lo determinante de las regiones (existan o no), porque “mi padre se considera prusiano luterano por una mezcla de orgullo y melancolía”. Y luego, como todo es feudalismo (o canción de Oasis, o Roma, o himno generacional con la gloria del amanecer), habla de semiesclavitud, de pocas familias, de “políticos célebres por su desprecio a la democracia” (como los de ahora, vamos), de poderío de los ejércitos, o del ejército, que todo es 1864 y Dinamarca existe de milagro. Vivan los masurios, su épica (también masuriana) y viva el Danzing de entreguerras y su “caos identitario” en esa época (acabo de juntar en una frase épica y época (faltaría epopeya según el hombre de la camisa verde). A los alumnos les llama mucho la atención (o, mejor dicho, a los que le llama la atención algo que cada vez son menos, o quizás menos nos llama a todos el desinterés de la mayoría) el asunto de los DNI’s: “Uno podía nacer de una nacionalidad y morir de otra. A principios del siglo XX, en Europa del Este, un individuo podía ser ruso toda su vida y morir lituano; nacer ucraniano y morir polaco; ser de origen alemán, vivir en Polonia unos años y morir como ucraniano”. Subraya el autor las ambigüedades, de superstición y autodeterminación (no como ahora, que todo es mentira), y de la falta de brújula en todo, en toda Europa: “Hubo épocas, comprensiblemente, en las que los habitantes de Europa del Este y Central no sabían muy bien que nacionalidad tenían. La confusión es tal, incluso para los descendientes de los supervivientes, que hay una industria de la memoria alrededor”. Toquen gaitas, a espuertas (si alguien sabe lo que significa eso). Pero la historia del padre alemán también es la historia de alguien que fue jefe y se hacía escuchar, de abuelas que estaban siempre de luto (siempre se muere alguien, pijo), de fotos de batallones de la IGM y de que “las derrotas son tan simbólicas para el nacionalismo como las victorias” (hace un tiempo siempre decía, continuamente, aquella cantinela de cerveza sin alcohol de que “siempre salimos perdiendo”, como un Atleti en final de Champions). Sigamos con Masuria, región de regiones y en la que todo estaba claro desde el principio: “El apoyo a los nazis en Masuria fue altísimo. Fue la región del Reich donde el NSDAP obtuvo sus mejores resultados. En Johannisburg, el distrito donde estaba Kurwien, el voto de los nacionalistas casi llegó al 70 por 100 en 1933”. Nazis todos hasta que todos dejaron de ser nazis, o nazis todos hasta escuchar a George Harrison en vez de a Boygenius (¿de verdad, Mondo Sonoro, que son lo mejor del año?): “Prefiero ser un exbeatle a un exnazi, aunque preferiría ser un exnada”. Y la gente se muere, en familias de 14 hermanos, y en las de menos, también, aunque “en las zonas rurales el conservadurismo irredentista era muy común”. El conservadurismo irredentista, algo así como aquellos artefactos sonoros de Pleasure (o quizás estamos muy mayores para una cosa y la otra), y “el segundo Stalin” y la “Operación Aníbal”, y las cenas ligeras porque no hay otra cosa que cenar (ni comer, ni nada). Mi padre alemán es un libro de fechas y datos, de historia y de gente que “hasta el final de la guerra fue muy pronazi”. Nada como el pasado nazi en la familia alemana, porque estaba en todas. Y el mal tiempo (“tiempo de rusos”), y las violaciones, y la lectura de Los amnésicos, y “el partido de los resentidos” y de como “la polonización se asemejó a una limpieza étnica”. No sé si la gente culta alemán (cuando le pregunto algo de fotos de Tony Kros a mi mujer o de las de guerra, me mira mal, aunque yo también me miraría mal). Y las matanzas y los estratos dentro de lo germánico, porque “los alemanes occidentales consideraban a los prusianos del este, los silesianos, los pomeranios, como razas inferiores”. El libro, tiene para todos, aunque, como indica el autor, “la historia es un poco efectista y dickensiana” (viva Dickens por lo que valga). Y las bombas olvidadas hasta la sequía del Rin (o del Rin Rin que toca, viva Koblenz) y ese proceso de desnazificación convertido en una mezcla de show y olvido, de Sorpresa, Sorpresa y de Epílogo, y del síndrome del impostor convertido en icono para muchos. Y Maus y estados convertidos en cimientos de silencio, porque el silencio es lo mejor, no hay nada que lo supere. Y puestos a escurrir el bulto, con o sin empirismo radical (viva el número 207), se puede hacer hincapié en que Mi padre alemán ayuda a comprender muchas historias, muchas familias, muchos silencios. Y lo tenía escrito en su carpeta gris el hombre de la camisa verde: “Para las guerras siempre hay finales alternativos”. Pues eso. Lecturas diferentes pero que ayudan a entender, un poco mejor, muchas historias. Y la Historia.

lunes, 4 de diciembre de 2023