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sábado, 16 de septiembre de 2023
El problema final
Cita Arturo Pérez-Reverte en El problema final, nada más empezar, la palabra mentira, la palabra que los que me conocen, saben que más utilizo: “Una mentira enorme, contundente, aplastante, sin paliativos. Con eso nos encontramos nada más llegar”. El problema final es mentira, como habitualmente, en nuestras vidas, en nuestros trabajos, todo es mentira. El problema final deja una retahíla de películas de nombre falso rociadas con mucho nombre de actor famoso (podría ser un juego, aunque alguna vez cansa), pero como todo es mentira, o un juego, o un puzle en el que hay que diferenciar muchos asuntos, podemos especular sobre ello. O no. Me gusta en El problema final las reflexiones sobre aquella segunda gran guerra de la que muchos se han olvidado, o se siguen olvidando, como si no hubiese existido, como si fuese un hueco en un eje cronológico sin orden ni concierto: “La guerra fría y otros etcéteras que por aquella época oscurecían el horizonte”. Todo parece claro, porque es mentira: “En las buenas novelas con enigma, la solución está ala vista desde el principio”. O no. No todos lo vemos. Después de leer El problema final, me recuerda a aquellos libros que lees cuando tienes quince años y te gustaron mucho, pero a los que no quieres volver, o sabes que no vas a volver porque estás mayor para ciertos pasatiempos. Pienso que lo mejor, como decía, son esas invitaciones a pensar en lo que pasó en esas décadas locas del siglo XX que lo cagaron todo: “Las últimas guerras nos arrebataron la inocencia que nos quedaba”. Ahora, por no quedar, no queda ni decencia, porque la tele ha cambiado, y nos ha cambiado, y no somos los mismos, o quizás tampoco queremos serlo, porque nuestros valores, o los que dejaremos a nuestros hijos, han cambiado: “Sherlock Holmes no saldría en la televisión por ser famosos. Sería famoso por salir en ella”. También deja buenas frases el libro sobre la diferenciación entre el tipo de novelas: “Esclarecer un crimen mientras se beben tazas de té, como quien juega al ajedrez o resuelve un crucigrama, suena hoy blando. La novela que llamamos negra, más innovadora, arrinconó los enigmas elegantes”. Pero es que Sherlock es mucho Sherlock, aunque tenga 65 y cascado y con un pasado hepático manifiestamente mejorable. Peor sigue siendo SH, y por eso “creer que los personajes se resignan a permanecer dentro de los libros puede resultar un error”. Ahora, en política, todo es relato, pero “los relatos minuciosos solo existen en las novelas”. Y hasta cita a Jardiel Poncela, otro grande olvidado y subraya, con razón ciertas formas que se mantienen (o se agrandan) en 2023: “La crítica cinematográfica, tornadiza, esnob, volvía la espalda al gran cine, politizándolo todo. Incluso a John Ford y a Duke Wayne los tachaban ahora de fascistas”. Y como enanos que somos, nos gusta el sonajero, “porque nadie juega más en serio que los niños”. También nos hace pensar en lo que nos hemos convertido, o en lo que no queríamos convertirnos y hemos permitido: “A veces, con veinte preguntas bien formuladas puede averiguarse lo que piensa una persona”. Y a vueltas con la mentira, subraya el autor: “A veces -repliqué-, para quien escuche atento, las mentiras son más significativas que la verdad”. Pero somos malos, antes, durante y después de las guerras, porque “tratándose de seres humanos, nunca hay que atribuir a la locura lo que puede atribuirse a la perversidad”. Y en esa soledad, la del día a día y de los telediarios (hay que ver en lo que se han convertido), “la humanidad no es sino grupos desamparados en demanda de alguien que ofrezca esperanza física o espiritual”. Y en esas guerras, en las que algunos seguimos enfatizando errores pese a inventos de saberes básicos y estándares de aprendizaje evaluables, siempre hay que tener en cuenta que “la muerte colectiva resulta más tranquilizadora que la individual. En las grandes matanzas, el espanto se diluye, se hace anónimo. Hasta los rostros acaban igualándose unos con otros”. Y como ahora, el personal anda buscando líderes equivocados con los que danzar y hacer el autorretrato con el teléfono, aunque luego llegue la decepción: “Sólo habían pasado 15 años, y aún se trataba de la misma generación que había vitoreado a Hitler porque encarnó, decían, la esencia del arma germánica. Aunque ahora, al preguntarles por Adolf, las rubias de trenzas y los jóvenes arios que antes se emocionaban y aplaudían al paso del Mercedes oficial pusieran cara de poca memoria y preguntasen de qué Adolf les estabas hablando”. Lo dicho, El problema final es un juego de mentiras, bien disfrazado, pero como escribe AP-R al final, “el mundo actual tiende a menospreciar a quienes juegan”. Pero yo quiero seguir jugando.
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