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martes, 23 de agosto de 2022
City on a Hill. Primera temporada.
En la era de lo políticamente correcto en la que no se le puede llamar putas a las putas ni yonkis a los yonkis, está bien un poco de aire fresco, aunque no siempre todo el mundo se da cuenta del aire fresco. Pasamos unos años tan obsesionados con The Wire, con loas multitudinarias y autohomenajes en columnas por los columnistas que no sabían hablar de otra cosa, que parece que el resto es inmundicia. Pero no. Hay más carroña de la que hablar. Y bien. Citiy on a Hill es una buena historia construida con buenos mimbres y llevada a cabo por buenos actores y con un buen guion. O eso parece desde el principio. Es una historia de confusión, porque hay yonkis con la insignia del FBI y hay ladrones de guante sucio, pero también hay gente con inquietudes y negros con ínfulas, aunque a veces se confunden a las suegras con las perras y a las perras con las peluqueras. O no. Quizás sea todo suposición mía, quizás encontrar un restaurante iraní en Boston para alguien que solo come comida italiana sea irreal, sea ficción, sea ilustración gastronómica en un mundo que se fue a la mierda hace mucho tiempo. City on a Hill también muestra a héroes derrotados que se pasan la vida pagando facturas, y pagar facturas nunca es suficiente. No vale deslomarse en la peluquería, aunque seas una perra o que tu marido se encargue de la fruta en un supermercado aunque sea un piltrafilla para alimentar tres niños. No. Nunca es suficiente. No vale ser fiscal de distrito para un afroamericano que quiere ser alcalde de Boston. No vale el recuerdo del padre del soul. Tampoco. No vale ser un chivato en un mundo de chivatos, porque a cada cerdo le toca su San Martín. Hay muchas cosas que no valen en City on a Hill, donde se confunden citas reales o autoparódicas, citas de películas de Sidney Poitier o del tipo que le escribía los discursos a aquel líder de los derechos de los negros desde su armario bien escondido. En el zoo que es City on a Hill, “hay que ser un animal para enfrentarse a los animales”. COAH saca lo peor de cada uno: el abandono, el yonkismo (gran palabro del hombre de la camisa verde), la violación, el desastre familiar, los deseos de crecer en un mundo de gigantes cabrones, la decepción que siempre llega. Y el entierro con gaitas, que en una ecuación con Boston, policías, robos, pistolas de otros estados y del propio, hace falta un entierro y hace falta la pregunta sobre el entierro: “¿Tú nunca has pensado cómo va a ser tu entierro?”. Las preguntas los matices y todo lo demás. Y Kevin Bacon convertido en fantoche que pasa de la envidia a la pena que sientes por él, por su abandonada esposa, por su desdichada hija. Y el catolicismo mal entendido, siempre regalando consejos a destiempo, siempre equivocado en la encrucijada equivocada. En un mundo de negros, el personal aplaudía a Bird, hasta que un 18 de agosto Bird dijo basta y se largó. Los cojos también vuelan, y no es una frase del hombre de la camisa verde, es apócrifa, como todo en COAH: “Por un lado está la ley y por otro lo correcto”. Y siempre hay que brindar, aunque sea por crear problemas, por buscar problemas dentro del problema, por buscar la salida en un mundo en el que no hay solución. Y pegarle al que manda, aunque solo sea un intento. Todo es mentira, también en la aritmética de las cuotas de COAH.
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