domingo, 20 de marzo de 2022

La memoria del alambre

No sé el tiempo que llevaba sin escuchar al Zurdo aquello de Para ti. Hubo un tiempo que ese video, con aquellas gafas de sol, aquel jersey azul, aquella camisa blanca se repetían en bucle. O no. O quizás no fue tanto tiempo. Quizás aquello de encerrarse en castillos en cartón era todo mentira, como siempre. La memoria del alambre, de Bárbara Blasco, nos lleva a recuerdos del pasado y a preguntas que no siempre queremos hacernos, nos lleva al asco que tenemos sobre alguien conocido, nos lleva a identidades suplantadas y nos lleva al dolor de vivir, al dolor de no beber desde bien temprano, nos lleva a pensar que cuando teníamos trece años todavía quedaba imaginación. No se puede comparar la segunda mitad de los 80’s con nada. Escribe BB algo que siempre nos preguntamos, como “qué distinto se ve el siglo XX desde el siglo XXI”. Pero mientras que el XXI es mierda de redes (anti)sociales y reguetón, concursos televisados y lágrima rociocarrasquera, el XX cambiaba mucho más rápido: tribus que se sucedieron en un trono de odio y reacción. Blasco se centra en la Valencia prebakalao, predroga generalizada. Pero con ese paisaje de adolescencia no siempre entendida, de rebeldía, minifalda, pinturas y caza en discoteca, nos lleva desde el principio de la novela a preguntarnos sobre la muerte de una adolescente que parece que lleva maquillándose desde la guardería. Nos lleva a preguntarnos si esa muerte fue accidental o autoinflingida, si se escogió una vía como escape o llegada, si la mentira o la suposición tienen algún atisbo de sospecha. O no. O es todo un espejismo. Escribe Blasco que “la felicidad se mide en unidades de extravagancia”. No sé yo. Llevo diecisiete años currando con adolescentes y cada día es desconcertante, no siempre viene por un padre depravado o por una madre loca, por un vecino psicópata o por un hermano seguidor de Paul Thomas Anderson, por una prima seguidora de Marilyn Manson o por tío acérrimo del Betis. Vaya usted a saber el motivo por el que un loco, o alguien que se dice loco, no se da con dos piedras en sus genitales y si hace otras cosas. Da Bárbara Blasco porcentajes sobre niñas que sufren abusos, sobre los jovencitos que tienen ideas suicidas, sobre las muertes en las vías de tren. Al final todo es abuso de estadística, pero le damos otros nombres, siempre eufemizando lo que no queremos llamar por su nombre: decimos autolisis para no decir suicidio. Siempre poniendo barniz, siempre pintando lo viejo para renombrarlo, para etiquetarlo. La cabeza del Bautista y Salomé y todo lo demás. Hace recordar BB que antes el dinero eran pesetas con las que soñar, que Jorge Albi ponía buena música (aunque algunos ya lo conocimos con su Déjate besar y descubrimos los Sundays y Pizzicato Five), que había niños que bebían mucho vodka con limón (siempre con Schweppes, nada de Fanta), que la rutina cansaba, que la imaginación era irrepetible), que los caprichos tienen un precio y que, como bien indica BB, “la música aún podía salvarnos”. Porque La memoria del alambre nos lleva por el recuerdo de las canciones, o, mejor dicho, las canciones nos llevan a recordar, aunque no siempre nos viene bien recordar. No es bueno recordar, porque te metes en líos, o buscas respuestas cuando lo único recomendable es el olvido. Y en mitad de esa rutina que nos tortura, que nos agobia y desmotiva, a veces caemos en la debilidad de hacerlo. Y en mitad de todo esas preguntas, Blasco reflexiona sobre la amistad, el porno, la familia, el valor de las mentiras, sobre Dios y el cristianismo, sobre la memoria y sobre lo cíclico de las crisis, sobre la estafa de futbolistas y folklóricas, sobre ese tiempo cíclico que es asquerosamente repetitivo. Si no cayera en el ñoñería en algunos matices, podría ser una novela perfecta para hacernos creer que no debemos hacer caso a la primera frase de Sed de champán de Montero Glez. Coda: Recuerdo que mi madre había días que me cambiaba la toalla de manos de mi cuarto de baño porque no sabía el número de veces que la utilizaba hasta que chorreaba. Un día, por curiosidad, las conté: 27. No llegué a sangrar como Larkin, pero casi.

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