jueves, 1 de junio de 2023

Succession. Cuarta temporada.

Todos están con jaqueca pendientes del que tiene la operación a corazón abierto. Todos pendientes de alguien que no quiere morir, que se resiste, que no da la última oportunidad por perdida. Pero con Succession lo mejor está por llegar, lo mejor está por esperar. Todos son despreciables, pero siempre, antes o después, aparece una sonrisa o una puñalada trapera. Siempre queda un comodín, una última carta debajo de la mesa. Y de la jaqueca pasamos a la migraña, y de la cirugía final a la convocatoria de gracia. Jalea real para todos, vinagre para todos. “Más serio que una enfermedad”, le dice el gran jefe indio a su círculo de confianza. Siempre hay un dedo que leer, y unos hijos que no van al cumpleaños paterno, y unos perdedores sin plumas ni caballos que se creen comanches pero están vendidos, en cuanto pueden, o se dejan vender, a Custer. Todo mentira, incluido el general Custer. Números y convicción, o falta de convicción, camisas de rayas, diademas de perversión, trajes con color de mierda de gato: todo eso es Succession. Pero de pronto, la muerte que se preveía desde el principio, irrumpe con fuerza, acelera los sucesos, los llantos, la falsedad, el apretón de manos. Todo cambia y todo nos muestra en la crudeza porque todo se va a la mierda. O te mandan a la mierda. Y luego, con la mayor consonante todavía caliente, las vocales se ponen tiesas, sacan un momento las tildes y luego se demuestran como lo que son, las dueñas del alfabeto. Pero siempre hay un idioma superior, con unas tónicas que dejan al resto en gruñidos de libélula mortecina. Y escuchando a The Stone Roses, te crees único, pero no eres único (esa pelea conyugal ya la habíamos visto en HBO, ya la habíamos visto con Tony Soprano). Pero toda esa parafernalia, toda esa lejía para limpiar las mierdas de los pañales sin pañal de los niños ricos, tenía plan B: el plan electoral. En esa octava bomba, Nagaskai sin Anteto aunque nos lleven a Wisconsin, explota porque tiene que explotar. Muchas veces nos han sentado en la mesa de los adultos, pero deberíamos seguir en la guardería. En el jodido jardín de infancia. “No sabemos lo que vota la gente”, aunque lo correcto sería decir que la gente no sabe lo que vota. Las brujas, el fuego, el miedo por lo que vendrá, porque siempre viene algo con lo que salimos perdiendo. Con Florida en aquel horizonte (en el que se pierde todo), siempre da tiempo para ir un trono, y retransmitir (siempre bajo palio), el asunto. La cuestión. El relato. El fuego y lo tendencioso, aunque en un revés cruzado, siempre rolandgarrosesco, todo es posible: “¿Qué tal si te ofrezco dejarte todos los órganos intactos antes de sacártelos por el culo? Lárgate, chusma”. La palabra chusma no se utiliza lo suficiente. Debería utilizarse mucho más. Mucho. Los discursos de derrota y ese momento de perdedor de Connor Roy en el que, vaya novedad, augura lo que augura de la tómbola de elefantes y burros: “El sistema bipartidista zombie corrupto seguirá”. Pero los convertidos, con o sin guerra televisada, parece ser que, en el universo connorroyano, volverán. Pero siempre queda la opción del caos, la opción de no saber, de no anticiparse al diluvio aunque te llames Noé (sin Gaspar): “A lo mejor viene bien una gran dosis de miedo”. El miedo, la muerte, las lápidas y lo que pasa antes de un oficio: “Papá murió y el país es un gran coño esperando que se lo follen”. Pum, pum, que se repita mucho. Pum, pum: “¿China viene fuerte? China ya está aquí”. La Biblia, Poncio Pilato, y personajes que parecían geniales y ahora nos parecen tristes. Y cojan los libros, o los tuits, o las aplicaciones y escriban: “Igual debemos llamar a un historiador, no sé, a un cerebrito, a un sabelotodo, que diga que estas cosas han ocurrido en el pasado y que todo irá bien”. Todo irá bien. Y los ganadores, sacándose la polla en directo, para que todos vean longitud y grosor, aunque sea una puta marioneta (y me acuerdo de Weeds, y los calcetines, y las tuberías, y de sus fotos perrymasonianas): “Yo soy un defensor de la democracia. Pero la democracia exhibe una tendencia de la que debemos desconfiar para convertirnos, en una mera transacción: yo te doy esto, tú me das aquello. Yo he ido suplicando vuestro voto, apostando por el bienestar social”. Y sigue, con la gran mentira, el primero en hablar desde su poltrona recién estrenada: “Todos se han convertido en tiranos gracias al Estado”. Pum, pum, pum: “El modelo que yo sigo no es el del mercado arrasado donde los astutos regatean por el mejor precio”. Ja. Y al final siempre hay un traidor, acompañado de traidora, siempre hay un bárbaro que, en su llegada a Roma, busca concubina o ejemplo de concubina, o consorte y que deja frases a los yanquis para su reflexión: “Como democracia sois tan veteranos como Botsuana”. Como la puta Botsuana. Y claro, en ese duelo, en ese velatorio que parece no acabar nunca, “está todo Tiananmén”. Y crecer, subir, aunque sea “emocionalmente lisiado”. Y es cierto que los muertos pierden influencia (aunque para el chico gallego del PP Piqué todavía esté disponible). Y esos secuaces, siempre tienen un precio, sea o no el collar de oro o tenga una piececita roja para dejar lejos el mal de ojo: “Tú serás mi perro, pero las sobras de la mesa serán millones”. Y el consorte, ahora que el linaje está asegurado, sube su cotización en la bolsa de la bazofia, aunque para algunos siempre será ese pedazo de mierda “que deberían haber degollado en la cuna”. Tie-break, y no queremos comer arcilla, casi como Medveded. Y todo es mentira, pero queremos mentiras que no huelan, que sean agradables, queremos cagar tan fino que no nos haga falta ni limpiarnos, ya sea en la cotización postmortem o en el divorcio: “Sí, yo quiero que sea una cosa agradable. Debemos hacerlo como Checoslovaquia, una separación de caminos adorable y afable”. Viva lo afable, vivo la muerte desde la distancia, viva la hermandad de los crápulas, viva Eslovenia, viva la crisis de las dos semanas en todo matrimonio, vivan los siervos que se despiertan ante la llegada del señor feudal: “Somos una farsa. No tenemos nada”. Y una vez hecho el reparto de las veinte monedas, Judas sigue ahí, y Jesús, y sus discípulos han sido retratados (¿cuál de los discípulos hubiera hecho un selfie en Getsemaní?), y alguien ofrece una mano a alguien, porque todo esto va de comprar (un niño, una empresa, un oficinista para inseminar, un dolor ajeno) y el coche arranca y las derrota,s y no solo las electorales, son vendidas como victorias. Y en Succesion, como en la vida, seguimos deseando que muchos hubieran sido degollados en esa cuna, aunque no sabemos con seguridad si hubiese sido filicidio.

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