domingo, 11 de agosto de 2024

El quinto en discordia

El quinto en discordia nos lleva a esas preguntas que nos hacemos continuamente (o que deberíamos hacernos continuamente) sobre nuestro pasado: ¿Nos respetamos? ¿Hemos olvidado al lugar de nuestra infancia? ¿Y las personas de nuestra infancia? El quinto en discordia, en ese escenario concreto (“nuestro pueblo era tan pequeño que se estaba en él de repente”), no deja lugar para piedras que saltan o que engloban nieve. Todo tiene una explicación. Y en ese mismo escenario, lleno de grupos religiosos distintos, se habla de escenas (“estaba contemplando una escena y mis padres siempre me habían advertido contras las escenas, porque las consideraban una grave transgresión del decoro”), de retratos, de publicaciones, de infiernos personales. Pero en ese ecosistema de 5 iglesias para 800 personas todo era “un reino donde no existían matices en lo relativo al bien y el mal”. Matices. Y desde esos inicios, el protagonista ve marcada su personalidad pese a que “quería demostrar a los esclavos del clero y de la superstición que la moralidad no estaba relacionada con la religión”. Sangre para todos. Sangre de Cristo para todos. Y son los bichos raros, los de los libros, los del encierro voluntario, los extraños. Reflexiona EQED sobre los enfrentamientos (“dudaba de la justicia de cualquier guerra”). Y cuando se sale de ese ecosistema de menos de mil personas, y se mete en una guerra, se te abren los párpados y las retinas y toda la vista que no se había utilizado en años, aunque las guerras no siempre se entienden (“para hablar sobre las guerras ya están los generales y los historiadores”). Y Robertson Davies, el autor, no distingue de jaurías ni perrerías, porque lo que te encuentras en la guerra “eran la típica chusma que se puede encontrar en cualquier grupo de personas”. En ese tema, en el de la guerra, se detiene con acierto: “Vi a muchos hombres que dieron rienda suelta a su miedo y se volvieron locos, intentaron suicidarse --con buen resultado o con heridas suficientes para ser dados de baja—o se convirtieron en tal molestia para los demás que nos librábamos de ellos de una u otra forma. Pero también creo que otros muchos se encontraban en mi caso: tenían miedo de la muerte, de las heridas, de ser capturados y, sobre todo, de confesar su miedo y perder el respeto de los demás”. Y apostilla RD: “El miedo de esa clase no es agudo; es una compañía constante y agotadora que hace que todo parezca, en su presencia, gris. A veces se puede olvidar el miedo, pero nunca durante mucho tiempo”. Y al final, a la caja, porque “sin la panoplia de la muerte, un hombre muerto es un objeto desesperadamente carente de importancia”. En esas reflexiones, las de la guerra, el autor destaca el mundo de las apariencias (como la lectura del Nuevo Testamento en el frente, el único libro a su alcance y que hace que al protagonista lo llamen el diácono) y como “la religión y Las mil y una noches eran ciertas del mismo modo”. Del puñetero mismo modo. Vale también, como magia que es EQED, para soportar (o ayudar o soportar), lo insoportable, porque “en las trincheras no hacía filosofía, simplemente aguantaba”. Habla el autor de las heridas que sufrimos en la vida (las que dejan cicatrices físicas y de las otras), del desamor, de lo prohibido y de la enfermedad que llega de golpe y limpia poblaciones enteras. Y el deseo de escapada, a un circo o a un transatlántico, o, simplemente, a un buen libro de Historia: “Me volqué de lleno en la historia. La elegí porque en mis días de combatiente desarrollé la conciencia de estar siendo utilizado por poderes sobre los que no tenía ningún control y cuyos propósitos estaban lejos de mi comprensión”. La inseguridad también aparece reflejada, aunque no nos guste recordarla siempre: “Yo también fui un chico y sé lo que eso significa; a saber, un imbécil o un hombre preso que lucha por liberarse”. Y el martillazo, con buenas púas (“una boda es un callejón sin salida”). Y los viajes, y los olores, y los santos, y los manicomios. De todo hay en EQED: “La humanidad no soporta la perfección. La reprime y exige hasta que los santos tengan sombra”. Y la vuelta de Cristo, y las modas, y la irracionalidad, y las bodas con payaso y “los delirios del político aficionado”. Y en esta gran ópera, a bocinazos como una perra en celo o como Damon con Gorillaz, nos vemos atrapados en la familia o el infierno, porque es enorme “la gran cantidad de extrañas categorías que la palabra familia puede contener”. Pero sobre todo, EQED nos lleva a mirarnos el ombligo, a destruir ese espejo que nos embellece dentro de nuestra deformidad: “Creaste un Dios a tu imagen y semejanza, y cuando descubriste que no dabas la talla, lo depusiste. Es una forma bastante habitual de suicidio psicológico”. Y la metralla, que salpica como pimienta en parrilla, nos llega a todo Peter Pan viviente: “Debes envejecer, Boy, descubrir lo que implica la edad y cómo ser viejo. Un querido amigo me dijo una vez que desearía tener un Dios que lo enseñara a envejecer. Espero que encontrara lo que buscaba. Y tú debes hacer lo mismo o perecer. Los dioses mantienen eternamente jóvenes a los que odian”. Y como decía el hombre de la camisa verde, el que nace psicópata, muere psicópata: “Nunca he creído que las tendencias más marcadas de la infancia puedan desaparecer; quizá permanezcan como sustrato o cambien y se conviertan en otra cosa, pero no se desvanecen, y a menudo aparecen con mayor vigor tras cruzar el ecuador de la vida. Eso, y no la demencia senil, es lo que constituye la segunda infancia”. Una novela excelente para descreídos y crédulos, para todos aquellos que no se ven desde fuera ni escuchando el Angel de Massive Attack, porque como escribe RD, “creaste un Dios a tu imagen y semejanza y que, como no daba la talla, te convertiste en ateo”.

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