jueves, 20 de noviembre de 2025

Missing in Murcia. Primera temporada.

Chan. Chan. Cuando estuve por primera vez en Alquerías, aquello me parecía irreal. Tan cerca de todo y tan descerebrado todo. Aparecí por allí un 4 de octubre de 2005 y aguanté hasta el 30 de junio del siguiente año. Luego, quince años después, cuando volví otro curso, el instituto seguía igual, los mismos personajes y unos alumnos que habían cambiado de juguetes pero seguían cogidos con el mismo perfil. Pero nadie hablaba del entierro en el huerto de los holandeses, como cuando estuve la primera vez, no se hablaba de la estafa de los sellos a aquellos incautos que habían entregado sus ahorros y las perras de las tierras expropiadas por el AVE para el Fórum de turno, filatélicos todos de toda la vida. Missing in Murcia nos recuerda un pasado no tan lejano, pero que, con la inmediatez de todo lo reciente, parece pleistocénico. O más allá. Dinero, balones, altura, envidia, canteras, Buenafuente, Joaquín Martínez y Alejo Lucas, abogados y fiscales y jueces y toda una parafernalia en torno a desapariciones y rumanos, a holandeses y cámaras junto al tranvía, de viajes a casas del extrarradio y de niñas que se despiden de futuros muertos. No soy muy de true crime (o como se diga, o se escriba, o se deje de escribir o decir), pero Missing in Murcia va despejando, entre la primera y la segunda línea, entre colocadoras y rematadoras, las dudas sobre unos muertos fuera de lugar. Deudas (perras pendientes las llamaba EHDLCV) que siempre acaban jodiendo la marrana. O las marranas. Pero siempre, cerca de los limoneros, se puede encontrar todo. O casi todo. Una historia bien contada aunque deja algunos puntos suspensivos para que los completemos con recuerdos, con algún que otro Opel y con alguna que otra mirada al suelo. O varias.

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