domingo, 23 de marzo de 2025

Adolescencia. Primera temporada.

Decía el hombre de la camisa verde, en uno de sus días de lucidez, que hasta que no lo detuviera un gitano o un negro, España no sería realmente un país integrado con el mundo. Dijo integrado con el mundo. El hombre de la camisa verde. Me he acordado de esa frase, que la tengo apuntada en una libreta que no es verde, al comienzo de Adolescencia. Porque no me creo el inicio. Un policía de raza negra, con mucho músculo en el cuerpo, detiene en casa de blanquitos a un niño que se mea en su casa. ¿Detienen a un niño que supuestamente mata y se mea en la cama cuando van a por él? ¿Se lo hubiera creído el hombre de la camisa verde? ¿Nos lo creemos nosotros? No nos creemos nada. Ni de los personajes de la Revolución Industrial ni nada. Pero al final se trata de mirar. Únicamente, mirar. Y contestar. Y prometer, aunque lo de ese verbo no sirva para nada en la vida. Nunca. Antes y después de preguntar sobre personajes de la Revolución Industrial. Pero pasamos de la Revolución Industrial al asesinato. O a la pregunta sobre el asesinato. O sobre la paliza. Pintar bien, pintar mal. O en colores. En muchos colores. ¿Motivos? ¿Respuestas? ¿Explicaciones? ¿Llanto? Ni respuesta ni explicaciones. Hay cosas que no tienen explicación. Hágase querer por un uniforme de maestro, corbatita y traje sin medida para hacer el gilipollas intentando mantener sentados a unos diablillos en clase. El pan, el hámster, las pijas, lo escrito sobre los demás. Adolescencia, en su retrato incompleto, deja muchas dudas. Ese retrato, el del informe mental que hacemos cuando vemos estos cuatro capítulos sin cortinas, se deja ver pero le falta algo. No hay ningún loco que se dé golpes en en los tobillos (o en otros lugares del cuerpo humano que terminen en ese) a ninguna edad. Las bestias que gritan, tengan 15, 13 o quizás, 21, siguen siendo bestias. Un zagal a esa edad, sabe lo que hace. Esas bestias, incasables o no (como bien decía el hombre de la camisa verde), con redes sociales o no, saben bien el mal que hacen, el mal que reproducen y el mal que marcan en sus familias. No valen dibujitos, ni berenjenas, y judías pardas que reproduzcan ese mal. Pero ahora, todo es mentira y ese límite, el de la ficción, el de la mentira (que es es lo único que existe), nos hará creer que no solo el policía era de raza negra. No solo el policía. O no.

Severance. Segunda temporada.

Ponte a correr que da igual. Todos los días son iguales. Todos los días son una tortura. Hágase querer por una oficina, hágase querer por un pasillo, hágase querer por unos globos azules, por un jersey azul, por un tiempo en el que nada es verdad: “Si no hay corte, no hay sanación”. Y el reencuentro en mitad de ese pasillo, con ese sol encuadrado, con los caramelitos de menta y con una ficción animada en la que todo se refleja y se ve en un estanque de mentira: “La privacidad es algo más que meterse en un armario de suministros como sardinas”. Las puertas y lo que pasa dentro y fuera. Hágase querer por una visita insospechada en la noche. ¿Cómo se puede circuncidar un cerebro? Días que se hacen años y muertes que te cambian hasta los ojos. Amor y consuelo en tiempos de separación. Love Spreads como metáfora de una carretera vacía, de una escalera, de un reloj, de un día que se repite, de unas llaves que colgar, de un ascensor en el que salir. Y los globos azules siguen ahí, día tras día, pasillo tras pasillo, número tras número. Cencerros para todos: “¿Es feo preguntar porque eres una niña?”. Hágase querer por un cuestionario y empiece a cuestionarse su existencia: “¿Quién eres?”. Pues somos una prueba continua, un juego de escapada en el que nos vemos obligados a compartir estancia y vida con seres que no siempre están a la altura, o preparados, o que no tienen el linaje perfecto porque el linaje perfecto no existe. Y como Mou en el Real Madrid, siempre hay que ir por el topo, siempre hay que poner el índice, siempre hay que acusar al que se lo merece. La consecuencias de hablar. Y como en El chiringuito, hay que diferenciar entre opinión e información, pregunta tras pregunta, cartel mortuorio tras cartel mortuorio: “No todo aquí es mentira”. Pero casi todo. O prácticamente todo. Y si hace falta, vaselina en las fosas nasales. Confusión dentro y fuera. Tolstoi, la muerte, las drogas y la II Guerra Mundial. Y grandes preguntas de la humanidad (casi tanto como las animalísticas de Misfits): “¿Preferirías ahogarte o asfixiarte ante un alud de lodo?”. Empatías, tareas diarias y juegos que nunca acaban, porque todavía no han empezado. Hágase querer por un sacrificio. O por varios. Anillas para todos, hasta que no hay anillas. O te ahogas, o el 911 en tu hombro es solo un indicio de la nada. Y puestos a esgrimir razones para dimitir de dentro (o de lo que sea, que siempre está bien dimitir aunque tengas un bolso cerca o no sepas para donde tirar después del bar), no está demás las que nos deja la segunda temporada de Severance: “Rabia/Agotamiento/Soledad/Culpabilidad/Vergüenza/Enfado”. Así, con rayitas, en plan código pirata. Y las vías equivocadas, y esas salas que, aunque indiquen descanso son simplemente torturas. Nada como un destiempo en un medio de transporte equivocado. O con equivocaciones. La posibilidad de elegir (la maldita posibilidad de elegir, que decía el hombre de la camisa verde) siempre nos deja en evidencia. O en bragas. Y más vale intentar reír, porque no hay solución posible. Ninguna. Esto (nada) permite un cambio, porque aunque lo creamos posible, es imposible. En el laberinto de todos los días (esa cosa imposible por la que madrugamos, o, directamente, dejamos de dormir), siempre salimos perdiendo porque nos engañamos e intentamos engañar a los demás. Y, al final, siempre hay que elegir, dentro o fuera, o, llegado el momento ser el clásico burgués que juega a dos barajas, que nunca se ha dado cuenta de que eso no era la perfección, de que algo chirriaba, de que la vida no es una actuación en un descanso de un partido universitario. No. Severance, con ese juego de consecuencias que solo traen problemas (o de problemas que trae más consecuencias) pone el foco (y con APP en plan ruedo y toros) en lo falso, en que nada es verdad y que, muy de vez en cuando, nos damos cuenta de ello. Y si hay que huir, siempre habrá que elegir bando, y siempre nos quedaremos con el último recuerdo, aunque sea falso.

sábado, 15 de marzo de 2025

M. El Hijo del Siglo. Primera temporada

En el minuto siete del primer capítulo de M. El hijo del siglo, Benito nos mira a cámara y dice: “El fascismo, una criatura bellísima, hecha de sueños, ideales, valentía y transformación, que conquistará millones de corazones. Seguro que los vuestros, también”. Y se entiende que lo consiguiera, porque te podría vender algo inutilizable, a tí, sin dinero: “Hemos construido una casa para el pueblo, si ha sobrado sitio, mejor, así vendrán más”. Mamporrazos al poder: “Feroz y fluida, necesaria, como debe ser siempre la violencia”. Aunque la pregunta, soltada al aire nocturno y con la catedral milanesa entre brumas, suena distinta: “¿Hemos creado el fascismo para hacer la revolución o para dar palizas a los socialistas?”. Benito dice: “La guerra no ha terminado. La guerra somos nosotros”. Y siempre hay una mujer que te puede recordar (a ti mismo, a Benito, al espejo, a la ropa del suelo) “que estás más a la izquierda que los socialistas”. Nada como el verbo querer para crear un periódico y para quemar otro. Guerra civil al poder, aunque la etiqueta puede cambiar. Gabriele D'Annunzio, Fiume y ese recuerdo de la IGM: “La victoria mutilada”. Palabras de D’Annunzio. Aunque no sabes si tomarte en serio M. El hijo del siglo o si todo es una farsa, un mal sueño, una equivocación: “Primera regla de un buen político: si no sabes el modo en que acabará una situación, no te muevas, tómate tu tiempo”. Antipolítica al poder: “Somos un antipartido. Despreciamos las elecciones, somos contrarios a ellas. Contrarios a este estado, contrarios a la monarquía, a la Iglesia, al capital, a las grandes potencias”. Aunque todo es una contradicción: “El fascismo lo es todo y es lo contrario de todo”. Y en esa contradicción, todo muta: “Sólo los necios y los burros no cambian de idea. Abandonamos la sombra de D’Annunzio, nos expandimos, jugamos en otro campo”. Pantalón campana si, pantalón campana no. Elecciones. Hágase querer por un mártir, porque “el pueblo ama a los mártires y a los perseguidos”. O, quizás, los utiliza. Y ahí está el límite, entre el mártir y el inútil. O no: “Yo ya tengo trabajo, soy fascista”. Viva la reacción: “Convirtamos el miedo en odio”. Y Marinetti haciendo el Marinetti, y las putas viejas liberales haciendo de putas viejas liberales. Marionetas todos. El séquito, la familia, el fin, la paz social: “Sin ideales, símbolos y valores, un hombre simplemente no existe”. M. El hijo del siglo nos muestra a los acompañantes de BM en ese viaje siniestro, a “un campesino educado al que nunca se le engaña”, nos enseña a esos tipos que “les gusta más apalear que follar”, nos describe a “un genio loco”. Con semejante jauría, aquellos perros locos se hicieron con Italia: “El país quiere la paz, y nosotros, tras haber alimentado el odio y desatado, la ira, se la daremos”. Con aquella farsa de la revolución desde dentro, BM, engatusó al personal adicto y al no adicto: “Quería ser un diputado, pero habría preferido estar al frente de las camisas negras, no en el Parlamento. Y si estuviera con los camisas negras, me avergonzaría, y preferiría el Parlamento”. Y en ese fenómeno, el del engaño, tocaba hacerse, o parecer, respetable. Incluso razonable. O razonablemente respetable. Habla esta primera temporada de la violencia calculada, de las renuncias, de las traiciones a viejos ídolos, porque cualquier prestidigitador que se precie debe ser un buen transformista para restablecer el orden. Estados moribundos en busca de un pastor de estaca fuerte. Ideas ajenas para cambiarlo todo: “¿Qué Italia queréis? ¿La de las huelgas y los bolcheviques o una que trabaja y que prospera? Solamente hay un camino: El fascismo debe hacerse con el poder. ¿Legalidad o ilegalidad? ¿Conquista electoral o insurrección? La respuesta no debemos darla nosotros. Nosotros estamos dispuestos a todo”. Añade BM: “Es típico de castrados cultivar la duda”. Marchas hacia una Roma, fingiendo, pensando si es ficción o suicidio: “Para ser creíble hace falta cierta dosis de realidad”. El miedo del rey. Las posibilidades perdidas. Reyes cobardes y cornudos. Plumas de decepción. Da la impresión en la serie de que todo era improvisado y sin planificación, saltomatesco. Déjese dominar por cuatro gatos: “La segunda parte decide la revolución”. Jabón de bergamota para todos. Cambios electorales. Leyes mayoritarias: “El país no puede esperar a que se lleven de acuerdo y el que no esté de acuerdo que dimita”. Y ya puestos, BM, atenta contra los ungidos: “Solo hay una cosa peor que los curas, los curas vestidos de payasos”. Y va a ser verdad eso de que “la libertad nunca ha existido”. Quizás se hace repetitivo este sermón sin caída, esta lujuria de sillas levantadas… Quizás hay que preguntarse, o volver a preguntarse, el nombre de los que manejaban a esa marioneta. La obediencia desobediente. Hágase querer por un alma vendida. Hágase rodear por asesinos de curas. Poder sin límite. Pavos reales y cajas de música: “Un buen fascista no pide, hace”. Pero siempre aparece, antes o después, la palabra corrupción. Y eso lo cambia todo. Hágase querer por la palabra inadmisible. Y el asunto Matteotti. Y los zapatos, siempre los zapatos. Y la censura hecha posible y la guillotina política para los fieles, que la falsa democracia lo merece todo. Hágase querer por una purga. Todo mentira: “El fascismo es violencia, el fascismo es el imperio de la fuerza, la voluntad de unos pocos que se imponen sobre la voluntad de muchos, es opresión pura, arbitrariedad, es la ley del más fuerte, es odio, es exaltación de las masas, es rabia, es desprecio por la debilidad, por las dudas, es la ley del garrote contra el caos de la mente, es decisión contra mediación, es el rechazo al compromiso, es lo nuevo contra lo viejo, es estar siempre en contra de algo o de alguien, y si alguien se interpone… Eso es el fascismo. O no”. Toda esta contradicción queda incompleta, con muchos huecos: “Cuando dos elementos entran en conflicto y son irreductibles, la única solución está en la fuerza. Nunca ha habido otra solución en la historia y nunca la habrá”. Al final, todo es perorata, todo es discurso eléctrico, todo es una sucesión de delirios que llevaron a otro delirio aún mayor. Y todavía, un siglo después, seguimos con las peroratas. Las inacabables peroratas.

sábado, 8 de marzo de 2025

Mil Golpes. Primera temporada.

Mil Golpes tiene un punto de Deadwood que no sabes si da miedo o atrae un poco más “pero la mentira es tu amiga”. Puestos a mentir, saquemos las mentiras a luchar, a buscar un nuevo dialecto, habladurías, “el salvador del hombre común”. Nada como vender “alcohol sanitario con la etiqueta de ron jamaicano”. Habla mucho Mil Golpes de ajedrez, ese deporte convertido en “sarta de mentiras”, de embustes, de sombreros en tiempos de verano, de caballos en época de mucha mierda por las calles porque “todo el mundo puede robar a los de abajo”. Pero también hay robos en Mil Golpes para los ricos, que la seda va a la par de las joyas y de los relojes de agujas (y las enaguas también sisan, sisan muy bien, son las que mejor sisan, que decía el hombre de la camisa verde). Enfados, días y cielos amarillos. Recuerdos de hospicios, que “las sombras se nos quedan pequeñas”. Muy pequeñas. En este delirio de personas que solo piensan en llegar a mañana, en voz alta escuchamos una homilía que no siempre se cumple: “Para sobrevivir en Londres debemos pensar que somos más grandes que esta ciudad y que nuestro infortunio es temporal”. Pero ese infierno, llamado capital inglesa, no siempre nos invita a tarifar, porque hay obligación de engaño, de sangre caliente, de objetivo prioritario con una apuesta que consiste en “darle al emperador la oportunidad de restaurar su reputación”. Todo tiene un precio. Como en Pulp Fiction, siempre hay un asalto numerado en el que caer en esa ciudad en el que “demonios tiran del carro”, pero el carro albionista tiene termitas. Matar para seguir siendo el número uno, aunque hay que considerar, llegado el punto que “sólo las jaulas son para los animales”. En esta epopeya, de elefantas y proletariado con falta de sandalias y agua que se pueda beber, la seda tiene un precio milagroso: “Una polla que no haga bebés y una lengua que no responda”. Entállate, pero sin cinta (y menos, métrica, que medimos distintos). En ese traje que no nos entra, no hay amistades, ni revoluciones: “Somos delincuentes comunes y prosperamos con el despiste”. Y en ese despiste, confundimos amistad y cuitas, porque “no es mi amigo, era un cabrón con problemas, con muchos problemas”. Lentitud. Siempre llega alguien más joven que nos sustituye, que nos deja atrás y al final nos vemos con el agua al cuello, aunque el agua esté muy sucia: “A veces el destino es como este río, te aclara exactamente lo que necesitas”. Ajedrez en tiempos de barro, aunque, tiznados “podemos ser hombres, pero nunca humanos”. O casi nunca. Hágase querer por una impertinencia, o por días negros llenos de barro: “Puede que estemos en el fondo del barril, pero vamos a flotar con elegancia hasta la puta cima”. Claro que no. Viva el desagüe y ya sabemos que “el puño limpio está muerto”. Y el brazo muerto, a la sierra. Monte un número para acabar con vajilla falsa. Todo es una gran farsa, hasta el mejor de los combates. Y en la noche, tanto la venganza como el color de la piel, e incluso el cainismo, se confunden. La protección, convertida en traición, se transforma en locura. De la peor. Nada como unas pieles para acabar bien metalizado. Y nada como citar a Shakespeare en el lugar equivocado, con las banderas equivocadas de fondo, en el acontecimiento equivocado. Y queda claro que “la mentira es lo único que nos mantiene con vida”.

viernes, 28 de febrero de 2025

Lykkeland. El tiempo de la felicidad. Tercera temporada.

Hágase querer por un dedo cosido a su posición original. Hágase querer entre la medicina y las finanzas, entre la familia y las visitas inapropiadas, entre saber lo que hacer y querer hacer lo que no sabemos: “No es delito ser un capullo”. Pero ser un capullo tiene consecuencias, aunque no sea delito. No deja lugar a los espacios equívocos El tiempo de la felicidad porque siempre hay ataques, ya sea externos o internos, que nos dejan fritos. Crear, columpiar, innovar, poner en su sitio los asuntos, las cosas e, incluso, la familia. Con ese ritmo lento, sin prisa, El tiempo de la felicidad ha construido un buen relato, un ejercicio de comprensión de un proceso en el que se ensamblan máquinas y personajes, seres y piezas, válvulas y miembros de un cuerpo que da satisfacciones y también muchos quebrantos. Crisis bancarias, hipotecas, sueldos que no se cubren, despidos, ejemplos holandeses: “Sé que no es el peor día de tu vida. Ni el segundo. Pero no es bueno”. Y como decía el hombre de la camisa verde, y también ETDLF, “nada es nunca para nosotros”. Prudencia en épocas de imprudencia. ¿O era al revés? Ni retirada ni jubilación, que eso es un vocabulario trasnochado. Adicción a un trabajo que no acaba nunca, aunque poniendo en esa balanza que siempre va al mismo lado, dudamos entre familia y trabajo. Y volvemos a dudar de esa normalidad que aburre y abruma, que asusta y adormila. Humillaciones y discusiones, pero no todo va para ser puchero de marrano de engorde: “Somos buzos, no gais que se acuestan con desconocidos en saunas”. Y la pregunta del millón: ¿Hasta cuándo el petróleo? Hay veces que hay que tragar vinagres, saltar al vacío, hacer lo imposible por la familia política, y, si toca, rezar aunque el ateísmo sea tu religión y preguntarnos: “¿Deberíamos sacar pecho por contribuir a una sociedad clasista?”. Esta tercera temporada de El tiempo de la felicidad nos lleva a reflexionar sobre las dependencias: dependencia de Dios, dependencia de la familia, dependencia de las drogas y, sobre todo, dependencia del capitalismo, porque hasta los más recalcitrantes enemigos del mismo se derriten ante un buen cheque cargado de ceros. Pero al final, todo se reduce a lo mismo: “Jugamos al Monopoly. Nos compramos la primera casa, tenemos suerte cuando todos caen en nuestra casilla antes de que puedan comprar nada, y, de repente, tenemos un hotel y podemos ir a por todas. Y esta casa me la quedo yo. ¿Cómo? ¿Sólo dos casas? Pues venga, me las quedo yo también. El que inventó el Monopoly lo hizo para que la gente entendiera lo injusto y arbitrario que es el capitalismo. Nos subestimó. Todos somos avariciosos sin remedio”. Y yo quiero más casas.

viernes, 21 de febrero de 2025

Crimen de Irvine Welsh. Segunda temporada

La segunda temporada de Crimen de IW vuelve entre hormigas, sogas y dudas acerca del miedo: “El miedo: la emoción humana que nos indica si debemos luchar o huir. Es bueno enfrentarse a tus miedos, pero hacerlo no garantiza el éxito. Si así fuese no habría que echarle tanto valor. Enfrentarse al miedo no significa vencer al muy cabrón. No, ese es un reto muy diferente. Pero todos debemos hacerlo para seguir viviendo”. Viva el delirio, el ocultamiento, la vuelta a la rutina. Cenizas futboleras para intentar dejarlo todo atrás. “Los viejos miedos engendran otros nuevos”. O no. Y ya sabemos que “si la policía no es imparcial, la democracia está jodida”. Y si no se puede pasar del límite, habrá que “engañar al sistema, no luchar contra él”. Y en el retrato de CDIW nos queda claro que “las familias son un desastre, siempre tienen algo que ocultar”. Todo es mentira, porque “nadie consigue las cosas con esfuerzo”. Nada como el riesgo, como el barranco para hacerte la pregunta incorrecta, vayas de uniforme, con bata o tiza en la mano: “¿Quieres seguridad siendo policía en un mundo que se cae a pedazos?”. Nada como unas calaveras para volver a la realidad, aunque la realidad solo sea un pozo sin fondo, o un padrino que recae, o un jefe que da la desbandada aunque no llegue a la costa. Pesadillas para darte cuenta de que “nuestros fracasos crecen como tutores en nuestros corazones fatigados”. Si no había esperanza con la primera entrega, CDIW nos deja una segunda para asumirlo, para no creernos cuentos de catarsis ni reformas formales. No. Todo mentira. Siempre: “Hay cosas dentro de ti que nunca se van. Traumas y emociones que por mucho que intentas afrontarlos, siempre te tendrán cogido por las pelotas. Al intentar construir un mundo seguro en el que no suframos daños, al eliminar las amenazas físicas creamos las condiciones ideales para un insidioso colapso mental”. Y nos lleva a pensar si está permitido pensar, sólo pensar, matar a un nazi, aunque esas ideas sean de “pijos e imbéciles”. Y va a ser verdad que “el mundo es un pozo negro lleno de monstruos”. Y en esas cuitas, el personaje nos sigue dejando perlas a su estilo: “La pérdida es omnipresente e implacable. Pero las cosas que si queremos perder como el dolor, la inseguridad, la ansiedad, la desesperanza y el cansancio, tienden a quedarse. Y la desesperación, la sensación de que nos quedamos sin opciones, eso es lo que nos lleva a lugares extraños y oscuros”. Todo mentira, incluso, hasta la necesidad y la dignidad, pero pasan cosas “cuando los niños se hacen hombres”. Pero siempre está bien que la venganza, de la forma que sea, salga a relucir aunque sea en la mayor de las parálisis. Sin estar a la altura de la gran primera temporada, CDIW sigue estando a una altura considerable, incluso, recordando ese pasado con dolor, para pegar un salto a un vacío casi inimaginable.

El Pingüino. Primera temporada.

El comienzo de El Pingüino no sabes si tomártelo en serio o si va de una parodia mafiosa de poca monta. Luego se va enderezando, porque “nadie es intocable” y ya sabemos que todo es mentira porque hay preguntas que se contestan solas: “¿Cómo va a saber alguien lo que vales si no se lo dices?”. El Pingüino, en su versión de monstruito postmoderno refrito de muchos otros capos salidos de abajo y con aparato (da igual que sea en las piernas o con cicatrices en el rostro), nos muestra lo que vale hacer negocios y de que el trabajo no siempre es la salida profesional para el ascenso: “El mundo no está hecho para que triunfe el hombre honrado. Ser mecánico es un buen oficio, ese debería ser el sueño americano, una historia bonita con final feliz. Pero el mundo no funciona así. Todo es un chanchullo”. Y en esta historia, entre saltos en el tiempo y padres muertos, entre oleadas y medallitas para el tartajoso, nos deja claro que “no se dan premios por morir en los suburbios”. O quizás, mejor hacerse el tonto y no buscar letanías, porque “si te crees nada, serás nada hasta el día en que te mueras”. El Pingüino se concentra más en el pasado que en el presente, es una historia de mentirosos que no pueden superar a la mentira universal. Ni a ninguna. Ni al fuego ni al agua, aunque te abracen cuando te quemas o cuando te ahogas. O te obligan a la llamada, y luego no hay solución porque “no se construye un imperio con dos putos cubos”. En el cambio de cromos que es la vida nunca sabes si hay suficiente pegamento para aguantarlo todo, o para gasear a la familia. La diferencia no es importante. En ese tablero de ajedrez, todos somos “peones, ignorados, prescindibles”. Y aparte de peones, somos setas que buscamos una humedad en cualquier túnel, también ignorado, también prescindible. Pero al final, todo es codicia y la búsqueda de una lealtad que no solo se consigue con dinero. Y puestos a humillar, siempre es más fácil hacerlo cuando parece que no habrá mañana y no hay que dejar a nadie que sepa nada por el camino.