sábado, 8 de noviembre de 2014

Peaky Blinders. Segunda temporada.

Acabo de ver un novelón y no sé como contarlo. No es fácil odiar a Thomas Shelby y a sus Peaky Blinders. El límite amor-odio no es solo una gorra con cuchillas, no es solo elegir entre May y Grace, elegir entre hermanos, elegir entre el pueblo elegido por Dios para la diáspora y el pueblo elegido por Dios para levantar la basílica de San Pedro. Pero las elecciones no son siempre seguras. Ni acertadas. Ni el Somme lo fue. Ni Bulge. Pero P.J. Harvey, y los Artic Monkeys las hacen más fiables. Las apuestas mueven el mundo. Y las mujeres. Y las manos rojas. Y el IRA. Y Sir Winston Churchill. Y la madre que recupera a su hijo diecisiete años y once meses después. Y hay putas que, aunque quieran dejarlo, volverán a ser putas por obligación. Y las yeguas, y el ron, y la prohibición, y un viaje al otro lado del Atlántico en sentido inverso. Y cartas que nunca se leerán (afortunadamente). Y las granadas entre barriles, y los faroles entre la mierda. Y el ascenso de sargento mayor a capitán. Y los cumplidos. Y el Somme otra vez. Y la guerra presente. Hay dos tipos de hombres: los que han estado en una guerra y los que no. Y Thomas Shelby no olvida. Y la música del demonio, la que nos gusta. Y tiene razón Shelby: “Pase lo que pase hoy, estuvo bien”. Siempre. Victoria o derrota, da igual. Estuvo bien. Estuvo de puta madre. No hay que mirar a la victoria ni a la derrota. Desde los márgenes, todo es distinto. Casi todo. No siempre, pero merece la pena intentarlo. Y las hembras en celo, preguntándose entre ellas, sin responderse entre ellas. Y todo lo demás entra en la segunda temporada de Peaky Blinders.

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