jueves, 26 de abril de 2018

StartUp. Primera temporada

Acaba la primera temporada de StartUp en un cementerio, con una pandilla de haitianos vestidos de blanco. La voz que acaba el décimo capítulo nos dice que aquello no es América, que aquello es Miami. En otro de los capítulos, en una azotea nada beatlemaniaca, se muestran los distintos barrios de Miami. La mierda y la gloria desde las alturas. Pese a sus titubeos iniciales (estirando innecesariamente el chicle en busca de perras vestidas de dólares), la serie se endereza y termina como Dios manda. Con más sangre. Con puntos suspensivos, pero como el Dios haitiano, el ruso, el latino, el caucásico, manda. No sé si es el mismo Dios, como no sé si estudiaron la misma carrera los jueces que juzgan a manadas de violadores. No lo sé. Siempre me quedo con la frase hiperbólica: "No existe la ley; existe un tipo (o tipos) que interpreta (o interpretan) la ley". Y en la primera temporada de StartUp hay necesidad y huida, hay búsqueda de salir de la miseria de todos los días, de la lujuria existencial, del miedo a no ver crecer a los tuyos. Siempre hay daños colaterales. El asunto de la criptomoneda y su financiación es sola el decorado, el marco de un cuadro que tiene varios bombardeos de 26 de abril en su interior. Varios. O demasiados para que en ese mismo sitio vuelva a crecer un árbol, o un árbol lleve el nombre de ese pueblo, de esa ciudad, de ese mundo. StartUp también es ilusión y válvula intestinal, deseo y sueños rotos, plomos que saltan aunque esa cárcel no lleve ese nombre. O tal vez, sí. Coda: Este visionado se ha realizado entre tiempos muertos de series nocturnas de postemporada, temas de oposición (curiosamente acabó tras un 53 LDF: RP,ES Y E) y prácticas de Arte. Quizás, en mitad de la confusión, se pueden encontrar las grietas del Tío Jorge Luis. Si. Las del Infierno.