martes, 24 de septiembre de 2019

El nombre de la rosa. Primera temporada

"Vivimos para los libros. Una dulce misión en este mundo dominado por el desorden y la decadencia". Minuto 37 del primer capítulo de la primera temporada de El nombre de la rosa. Casi nada. Vivir para los libros (ojalá tuviéramos tiempo para encerrarnos en esa biblioteca, en ese laberinto... aunque nos perderíamos otras ambrosías de distinta índole). El nombre de la rosa. Llegué a El nombre de la rosa después de leer La piel del tambor. ¿Por qué? Una iglesia que mata para defenderse y las comparaciones que alguien me hizo con El nombre de la rosa. La biblioteca que mata para su defensa en un recóndito lugar. Es lo único que he leído de Eco. Lo único. Otra rémora en mi expediente de cuitas pendientes (¡¡¡penitencia, penitencia!!!). Aunque hubo asuntos, o aspectos (no sé el modo de decirlo de una novela que leí hace más de veinte años). Lo peor (en primera persona masculino singular) fue la ridiculización que hace de Jorge Luis Borges en ese ciego irascible y sabiondo (¿qué hubiera pensado cualquiera de los dos si siguieran vivos y vieran (doble ficción dentro de la ficción) a un actor de Juego de Tronos haciendo de Borges/Burgos? Viva la historia ficción. Pero da juego la serie (casi tanto como una clase de María de los Llanos Martínez Carrillo [más ficción dentro de la ficción]). ¿Y qué decir de Guillermo de Baskerville? Pongámonos a hacer un Ministerio del tiempo y en un mismo tablero (seguimos con la ficción), a unir fichas: Conan Doyle, Sean Connery (antes de Somos Murcia), Umberto Eco y John Turturro (sin imaginarlo con la lengua y los bolos). Viva la ficción, viva la historia, viva el Medievo, viva Tarantino (sin practicar el Medievo en el culo de nadie, por favor). 1327. El Papa, los franciscanos, el emperador y todo lo demás, aunque esa mirada al cielo suena demasiado (otra vez) a Juego de tronos. O es que ya estamos todos pensando en Lannister y ponemos el piloto automático. Y lo mismo pasa, en ese mismo tablero, con Adso de Melk: Slater, Amor a quemarropa y todo lo demás. No puede ser. La Historia no existe. No pudo existir la Edad Media. Voy a quemar el Ladero Quesada, el Mitre y todos los demás. Son mentira. Mentira medieval. Y las ratas del aire llegando a otras ratas (papales), las de Aviñón. Multiplica y te saldrán Sumos Pontífices. Y cerrando más escaques en el tablero, Rupert Everett sin Julia Roberts ni bodas ni amigos como Bernardo Gui pero no como Murray Abraham, sino dándole al manual del inquisidor como solo un inquisidor sabe. El exinquisidor contra el inquisidor. Las espadas de la Iglesia. Y siempre estamos huyendo... hacia ninguna parte. Cantos de sirenas en mitad del bosque. Despertar con la mano amiga y los rayos de sol. Pecados dentro y fuera de la abadía, dentro y fuera de la Iglesia. Laberintos de envidia y sodomía, libros que saltan y matan. Libertada en una époco sin libertada. Y las luchas dialécticas, y las otras luchas, y el fuego que arde, y los franciscanos, y los dominicos, y la banda del papa Juan XXII y su Aviñón imperfecto, y esos libros que matan como síntoma de un Apocalipsis que no llega, de un día que no engloba ni juicio ni final. Demasiada brujería, demasiada desesperación, demasiado odio: la jodida Edad Media. Y mientras, el Emperador en Pisa, viéndolas venir, y el personal en la abadía dándole a una imaginación de campanario, de lámparas de aceite, de sodomía intelectual y de la otra. Pero si tenemos que resumirlo (y lo hace bien en algunos diálogos de los últimos episodio) todo en esta vida (social, económica, religiosa) es un debate de ideas: lo retrógrado frente a la modernidad, el oscurantismo contra la luz de los siglos, la mentira institucionaliza frente a la gran mentira. Porque en el Medievo y ahora, entre errejonistas y eclesiásticos, también, todo es mentira; entre Clara e Isa, todo es odio político aunque compartan genes. Pues imaginad a un Salvatore que mezcla mierda de caballo, esputos y yemas de huevo para poder meter(se) entre las piernas de una zagala. Mentiras, mentiras, mentiras y más mentiras, de novicios y de viejos, de hambrientos y de abades que se refugian en joyas que muestran una brillantez que no reluce debajo de una sábana. Al final, como todo en la farsa a la que llamamos vida, va el asunto de dinero, va todo sobre la envidia y la avaricia, sobre querer poseer mucho más (no vale un poco) que los demás. ¿Desviaciones por el camino? Muchas, incluso esa ridícula mofa de Eco a Borges con Jorge de Burgos, pero no afea ese exceso de barniz un buen cuadro. ¿Seríamos capaces de recuperar ese espíritu primigenio de los dulcinistas? Imposible. Ya no es tiempo para volver a ilusas utopías. La gran mentira ha ganado. Otra vez.

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