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domingo, 26 de febrero de 2023
Casas Viejas, 90 años después
Empieza Casas Viejas, 90 años después, y te das cuenta, escuchando el relato (o el relato dentro del relato), de que no es que ocurriera el asunto de Casas Viejas. No. Tampoco que pasara lo de Castilblanco o Arnedo. Menos. Te das cuenta de que lo raro era llegar, no los problemas al llegar. Siempre tenemos un doble rasero a la hora de medir la segunda república en España. Demasiado tarde, demasiado pronto. Algunos le ponen la etiqueta de demasiado para todo. Demasiado, y sobra. En la reconstrucción de aquellos dramas que hacen en Onda Cero, no dejan nada fuera de la órbita, desde el primer capítulo con los antecedentes, desde el tiempo y los daños colaterales o la creación de entes que no se digerían bien. No había Almax forte para todos. Hubiéramos necesitado continentes de sal de fruta para que aquello acabara bien porque nadie decía lo bueno que estaba el primer bocado. Ni el postre. Pero desde el primer capítulo al cuarto, el sonido recurrente, las palabras que se repiten son el de antecedente de la Guerra Civil, el prólogo a una locura que era cuestión de tiempo, que iba a ocurrir de cualquier manera porque era lo que tocaba, era lo que pedían las entrañas. No hubo poción mágica para salir de aquel atolladero. Al final del relato, o de ese relato dentro del relato del que hablaba en la primera línea, está la derrota: en la guerra y en el 36, apenas hubo muertos en Casas Viejas porque ya los hubo antes. Hubo un capítulo final, un epílogo a algo que ya había ocurrido en una espacio pequeño. Escenas de una película que ese filtraron años de que fuera incluso rodada. Eso fue Casas Viejas. Lo de Azaña y Casares Quiroga le pudo pasar a Lerroux o a cualquier otro; lo de la Guardia Civil o la Guardia de Asalto era normal en aquel contexto; la injusticia, cotidiana; rebelarse contra aquella república de palos y cañas entre chozas de techo de castañuela, lo inevitable; la paranoia de Rojas tras su paso por África, otro episodio dentro de un quijotesco libro de locura militar en la España del XX; el papel de la prensa, fundamental. Pero, ante todo, desilusión. Una constante desilusión en la que es imposible perdonar porque aquello fue un dramón, fue la unión de jaurías en busca de sangre, y la sangre, como escuchamos más de una vez, se la beben los perros una vez fusilados y quemados sus dueños. Solo les quedo quemar el cielo, pero no había alcohol, en ese momento, para tanto. Gran documento sonoro. Y ya he abierto los ojos, pero sigo viendo la sangre y olor a carne humana quemada.
Coda: Ríase usted de los cineastas españoles que no han tenido los cojones de ilustrar con imágenes este suceso con los medios actuales (solo me acuerdo de López del Río hace mucho tiempo, en plan amateur), pero creo que para eso habrá que resucitar a Sam Peckinpah.
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