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jueves, 3 de agosto de 2023
El nombre de la rosa. La novela gráfica. Volumen 1 (de 2)
“He buscado la paz en todas partes, y no la he encontrado en ninguna, excepto en la esquina de un libro”. Las palabras de Tomás de Kempis anteceden a las del propio Umberto Eco en esta adaptación gráfica de El nombre de la rosa: “Cuando tengo ganas de relajarme leo un ensayo de Engels, si en cambio quiero mantenerme ocupado, leo a Corto Maltés”. Tengo pendiente a Corto Maltés, y hacía mucho que no volvía a Eco. Empieza con ese monasterio danubiano, con miles de hojas y miles de piedras y reflejos y torres que tenemos en la retina. Pero Milo Manara dibuja a Eco en Praga en 1968, y automáticamente pensamos en tanques y huidas. Y huyendo, o volviendo a Borges, nos lleva al Buenos Aires de 1970, siempre Eco detrás de libros y manuscritos, de papeles y legajos, de traducciones de originales en lengua georgiana. Y en esas, leemos: “Me siento libre de contar, por el mero placer de fabular, la historia de Adso de Melk, tan gloriosamente ajena a nuestro tiempo, porque es una historia sobre libros, no de miserias cotidianas”. Y otro salto, esta vez a 1327, con el emperador Ludovico entrando en las Italias para que el Sacro Imperio siguiera siendo el Sacro Imperio, que Dios es mucho Dios, y los cismas y las rupturas quedan siempre menguadas. O no tanto. Y en esas que parecen grietas y franciscanos con votos de pobreza, de la pobreza cristiana. Y en ese noviembre de la Edad Media (en todos los sentidos), hay desfiladeros y abadías benedictinas que son ciudades cerradas y herméticas, que buscan la salvación de un caos que no parece acabar. Señales en las maderas de las puertas, copos de nieve sin final, murallas de las que no escapar (salvo que Dios lo permita). Pero nada es nuestro y “cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de signos”. Y no está de más recordar que “la única prueba de la presencia del diablo es la intensidad con la que todos ambicionan descubrir sus actos”. Y puestos a hacer el rebaño, hagámoslo con propiedad: “Si un pastor falla, hay que separarlo de los otros pastores, per ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los pastores”. Se ven en los dibujos los detalles de las barbas de un día mientras diferenciamos “entre lo que es oportuno y no lo es”. Muertes de índole incierta, o matices que subrayar en un scriptorium con viento oportuno: “No se mata sin alguna razón, aunque esta sea perversa”. Me ocurre con esta historia gráfica que a Guillermo de Baskerville lo veo como Marlon Brando y no como Sean Connery (y a Adso de Melk no lo veo como Christian Slater sino como a Milla Jovovich en Juana de Arco). A veces, nos creamos esa imagen mental y ya es imposible eliminarla, aunque sea un tópico repetirlo. Y esas reflexiones sobre los libros que nunca fallan: “El libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo. El bibliotecario defiende nuestros códices no solo de los hombres, sino también de la naturaleza y de las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad”. Y las tinieblas y lo que está por llegar, porque antes o después a todos nos toca juzgar: “Duro oficio el del inquisidor, tiene que golpear a los más débiles y cuando mayor es su debilidad”. Y el recreo en las imágenes de portadas y habitaciones, de claustros y refectorios, de cementerios e ilusiones que acaban también bajo tierra. Y llega la luna, y todo cambia porque “de día se cura el cuerpo con las hierbas buenas y de noche se enferma la mente con las hierbas malas”. Una primera parte que deja con ganas de más, con interpretaciones llamativas de cruzadas y contracruzadas del pueblo, de historias de desheredados de la nada, de mentiras institucionalizadas como fue la Edad Media. Y hay dibujos con los que recrearse continuamente. Una inabarcable obra, pero llena de matices muy llamativos.
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