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domingo, 23 de marzo de 2025
Severance. Segunda temporada.
Ponte a correr que da igual. Todos los días son iguales. Todos los días son una tortura. Hágase querer por una oficina, hágase querer por un pasillo, hágase querer por unos globos azules, por un jersey azul, por un tiempo en el que nada es verdad: “Si no hay corte, no hay sanación”. Y el reencuentro en mitad de ese pasillo, con ese sol encuadrado, con los caramelitos de menta y con una ficción animada en la que todo se refleja y se ve en un estanque de mentira: “La privacidad es algo más que meterse en un armario de suministros como sardinas”. Las puertas y lo que pasa dentro y fuera. Hágase querer por una visita insospechada en la noche. ¿Cómo se puede circuncidar un cerebro? Días que se hacen años y muertes que te cambian hasta los ojos. Amor y consuelo en tiempos de separación. Love Spreads como metáfora de una carretera vacía, de una escalera, de un reloj, de un día que se repite, de unas llaves que colgar, de un ascensor en el que salir. Y los globos azules siguen ahí, día tras día, pasillo tras pasillo, número tras número. Cencerros para todos: “¿Es feo preguntar porque eres una niña?”. Hágase querer por un cuestionario y empiece a cuestionarse su existencia: “¿Quién eres?”. Pues somos una prueba continua, un juego de escapada en el que nos vemos obligados a compartir estancia y vida con seres que no siempre están a la altura, o preparados, o que no tienen el linaje perfecto porque el linaje perfecto no existe. Y como Mou en el Real Madrid, siempre hay que ir por el topo, siempre hay que poner el índice, siempre hay que acusar al que se lo merece. La consecuencias de hablar. Y como en El chiringuito, hay que diferenciar entre opinión e información, pregunta tras pregunta, cartel mortuorio tras cartel mortuorio: “No todo aquí es mentira”. Pero casi todo. O prácticamente todo. Y si hace falta, vaselina en las fosas nasales. Confusión dentro y fuera. Tolstoi, la muerte, las drogas y la II Guerra Mundial. Y grandes preguntas de la humanidad (casi tanto como las animalísticas de Misfits): “¿Preferirías ahogarte o asfixiarte ante un alud de lodo?”. Empatías, tareas diarias y juegos que nunca acaban, porque todavía no han empezado. Hágase querer por un sacrificio. O por varios. Anillas para todos, hasta que no hay anillas. O te ahogas, o el 911 en tu hombro es solo un indicio de la nada. Y puestos a esgrimir razones para dimitir de dentro (o de lo que sea, que siempre está bien dimitir aunque tengas un bolso cerca o no sepas para donde tirar después del bar), no está demás las que nos deja la segunda temporada de Severance: “Rabia/Agotamiento/Soledad/Culpabilidad/Vergüenza/Enfado”. Así, con rayitas, en plan código pirata. Y las vías equivocadas, y esas salas que, aunque indiquen descanso son simplemente torturas. Nada como un destiempo en un medio de transporte equivocado. O con equivocaciones. La posibilidad de elegir (la maldita posibilidad de elegir, que decía el hombre de la camisa verde) siempre nos deja en evidencia. O en bragas. Y más vale intentar reír, porque no hay solución posible. Ninguna. Esto (nada) permite un cambio, porque aunque lo creamos posible, es imposible. En el laberinto de todos los días (esa cosa imposible por la que madrugamos, o, directamente, dejamos de dormir), siempre salimos perdiendo porque nos engañamos e intentamos engañar a los demás. Y, al final, siempre hay que elegir, dentro o fuera, o, llegado el momento ser el clásico burgués que juega a dos barajas, que nunca se ha dado cuenta de que eso no era la perfección, de que algo chirriaba, de que la vida no es una actuación en un descanso de un partido universitario. No. Severance, con ese juego de consecuencias que solo traen problemas (o de problemas que trae más consecuencias) pone el foco (y con APP en plan ruedo y toros) en lo falso, en que nada es verdad y que, muy de vez en cuando, nos damos cuenta de ello. Y si hay que huir, siempre habrá que elegir bando, y siempre nos quedaremos con el último recuerdo, aunque sea falso.
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