sábado, 8 de marzo de 2025

Mil Golpes. Primera temporada.

Mil Golpes tiene un punto de Deadwood que no sabes si da miedo o atrae un poco más “pero la mentira es tu amiga”. Puestos a mentir, saquemos las mentiras a luchar, a buscar un nuevo dialecto, habladurías, “el salvador del hombre común”. Nada como vender “alcohol sanitario con la etiqueta de ron jamaicano”. Habla mucho Mil Golpes de ajedrez, ese deporte convertido en “sarta de mentiras”, de embustes, de sombreros en tiempos de verano, de caballos en época de mucha mierda por las calles porque “todo el mundo puede robar a los de abajo”. Pero también hay robos en Mil Golpes para los ricos, que la seda va a la par de las joyas y de los relojes de agujas (y las enaguas también sisan, sisan muy bien, son las que mejor sisan, que decía el hombre de la camisa verde). Enfados, días y cielos amarillos. Recuerdos de hospicios, que “las sombras se nos quedan pequeñas”. Muy pequeñas. En este delirio de personas que solo piensan en llegar a mañana, en voz alta escuchamos una homilía que no siempre se cumple: “Para sobrevivir en Londres debemos pensar que somos más grandes que esta ciudad y que nuestro infortunio es temporal”. Pero ese infierno, llamado capital inglesa, no siempre nos invita a tarifar, porque hay obligación de engaño, de sangre caliente, de objetivo prioritario con una apuesta que consiste en “darle al emperador la oportunidad de restaurar su reputación”. Todo tiene un precio. Como en Pulp Fiction, siempre hay un asalto numerado en el que caer en esa ciudad en el que “demonios tiran del carro”, pero el carro albionista tiene termitas. Matar para seguir siendo el número uno, aunque hay que considerar, llegado el punto que “sólo las jaulas son para los animales”. En esta epopeya, de elefantas y proletariado con falta de sandalias y agua que se pueda beber, la seda tiene un precio milagroso: “Una polla que no haga bebés y una lengua que no responda”. Entállate, pero sin cinta (y menos, métrica, que medimos distintos). En ese traje que no nos entra, no hay amistades, ni revoluciones: “Somos delincuentes comunes y prosperamos con el despiste”. Y en ese despiste, confundimos amistad y cuitas, porque “no es mi amigo, era un cabrón con problemas, con muchos problemas”. Lentitud. Siempre llega alguien más joven que nos sustituye, que nos deja atrás y al final nos vemos con el agua al cuello, aunque el agua esté muy sucia: “A veces el destino es como este río, te aclara exactamente lo que necesitas”. Ajedrez en tiempos de barro, aunque, tiznados “podemos ser hombres, pero nunca humanos”. O casi nunca. Hágase querer por una impertinencia, o por días negros llenos de barro: “Puede que estemos en el fondo del barril, pero vamos a flotar con elegancia hasta la puta cima”. Claro que no. Viva el desagüe y ya sabemos que “el puño limpio está muerto”. Y el brazo muerto, a la sierra. Monte un número para acabar con vajilla falsa. Todo es una gran farsa, hasta el mejor de los combates. Y en la noche, tanto la venganza como el color de la piel, e incluso el cainismo, se confunden. La protección, convertida en traición, se transforma en locura. De la peor. Nada como unas pieles para acabar bien metalizado. Y nada como citar a Shakespeare en el lugar equivocado, con las banderas equivocadas de fondo, en el acontecimiento equivocado. Y queda claro que “la mentira es lo único que nos mantiene con vida”.

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