martes, 29 de abril de 2014

The Walking Dead. Cuarta temporada

La cuarta temporada de The Walking Dead tiene un problemilla de velocidad, de vías muertas sin trenes ni ruidos ni AVE en el que malgastar los impuestos de los ciudadanos ni Pepinho Blanco que llevarnos al ministerio de fomento (en su caso, siempre con minúsculas). La velocidad, como ocurrió en temporadas anteriores, ni mucho menos. Te puedes ayrtonsennizar en cualquier momento, y no es plan. Ahi que seguir el tebeo pactado, estirar el chicle, darle hilo a la cometa aunque se lleve por delante a personajes míticos que ya solo son una sombra en un capítulo olvidado. Estos últimos 16 episodios, o ronda, o quinta de tercios invisibles de The Walking Dead, lo que si hace con maestría es sacar los más bajos instintos de muchos personajes: si que hay morder el cuello ajeno, se muerde. Es época de vayas caídas, de niñas asesinas, de mujeres sin escrúpulos, de arqueros supervivientes, de niños que no lo son tanto, de chinos con relojes, de armaduras imposibles, de vómitos propios y ajenos. Hace un mes y nueve recordaba una gran frase de las que nos dejó Tobey Ziegler, el que luego llegaría a Columbia: "Que tus insatisfacciones sean tus secretos". El problema de la soledad es la cantidad de tiempo que tienes para pensar, la cantidad de tiempo que tienes que estar, obligadamente, sin hablar con nadie. Y ese hecho, te cambia. De por vida. Y todo lo demás.

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