Hace 27 minutos
martes, 12 de abril de 2016
Música de mierda
Dice Carl Wilson en Música de mierda que tras las innovaciones que trajo la ILustración los procesos artísticos pierden poco a poco su estatus noble y va cogiendo un estatus burgués. Tal que así. Y se queda tan pancho después de hablar de la influencia de Hume y Kant y otros mendrugos filosóficos y después de soltar una parrafada sobre Celine (con o sin tilde, cada uno que lo ponga como quiera) Dion de 100 páginas. El problema de los ensayos es que están sobrevalorados: cualquiera de nosotros, con o sin el Graduado en ESO, podemos escribir doscientas páginas sobre la validez de las proyecciones cónicas en la Geografía actual o la influencia del disco El Escarabajo más grande de Europa de El niño gusano en los grupos indies del siglo XXI. Podemos dar opinión sobre cualquier asunto. La importancia de esa opinión es el altavoz. El volumen del jodido altavoz. No estoy diciendo que no me guste Música de mierda. Esas cien primeras páginas están muy curradas, pero se centran en el ejemplo edificado desde niña por Dion con o sin tilde en el nombre. También dice Carl Wilson que los romanticos reaccionaron a las ideas de la Ilustración celebrando el genio artístico con un agente independiente en cuanto a la revelación, siempre aparte del resto de los grupos sociales. Siempre hay un grupo que marca tendencia, el problema es si esa tendencia es mierda o ambrosía. Y la ambrosía es inalcanzable para muchos. Para demasiados. Sigue el señor Wilson, que también alude al Brian con el que comparte apellido y a su renacido Smile, diciendo que el modernismo hace que el arte tenga como misión atacar la falsedad de la sociedad del postureo. Todo mentira, pero mentira bien arregladita. Casi nada. Ahora, en abril de 2016, dicen que lo de las barbas va a dejar de llevar(se) y lo que toca es afeitar(se) dos o tres veces al día. Lo último, de hace un rato. La moda, ya se sabe, pantalón campana sí, pantalón campana no. ¿Solo cuenta lo que hacen los bohemios? ¿Pretendemos imitar a los bohemios? ¿Solo somos un chiste que alcanza a los amigos de los amigos de los bohemios? Como siempre, escupir en el mar. El consenso es imposible de alcanzar, no es una meta final, es una meta volante en mitad de un pueblo afectado por la contaminación de Chernobyl en el que nadie aplaude. Citando a Theodor Adorno, el autor nos recuerda la famosa pregunta de sí es posible la poesía después de Auschiwtz (eso tendremos que preguntárselo a algún zanahorio o al amigo Vicente Velasco). Claro que es posible porque todo es absolutamente mentira. También sigue dándole hilo a la cometa con la retórica relación entre capitalismo y democracia: hay que vender algo nuevo (pantalones para niñas con mas rajas que dos contra uno le hicieron a la diva Jameson), y ya no utilizamos los conceptos de democracia y capitalismo sino que usamos de globalización y políticas identitarias. Toma ya, y se queda como el de Verano Azul (¿no recordamos a Pancho?). Y no es solo el invento de la ya viuda Dion, (no sé si lo que ella hace es pop, o música popular), sino que Wilson, con razón, subraya la importancia de los films, de la ficción en sus distintas vertientes y de las revistas (yo me leo todas las de corazón cuando las suelta mi madre y puedo asegurar que son creadoras de tendencias, aunque el problema que es que hay personas que se vistan como Carbonero, Rubio o Pedroche, o tipos de cuarenta años que imitan los peinados de futbolistas a los que en la barbería les dejan un peinado como los de mis alumnos de primero de la ESO). Y sigue Wilson hablando de la violación de los límites del arte. ¿Han llegado a su fin? ¿O es que no prestamos atención a quiénes se los saltan? ¿Cuántos habíamso oído hablar de Lester Bangs antes de Casi famosos? Yo no. Pero hay cierta crítica que se pone medallas. No se las ponen otros, lo hacen en primera persona del singular desde la poltrona de su columna de opinión en un periódico que ya no tira antes como antes, desde su programa de radio, desde su chascarrillo televisivo, desde la taza del váter o desde el púlpito del Vaticano (esa paródica imagen del Sumo Pontífice actual lo dice todo). Y enseña una dualidad olvidada el escritor Wilson, que muchos parecen olvidar: el enfrentamiento entre rockismo y popismo. Sobre este enfrentamiento, recuerdo otro dialéctico entre Tomás Fernando Flores y José María Rey mientras retransmitían en un FIB un concierto de Primal Scream (tuvo que entrar al trapo Julio Ruiz desde su atlética posición para poner paz). Esto es tan viejo como el pan sin sal. ¿Cuántos tuvieron en el Neolítico sal para diferenciar el que no tenía y el que sí? Y siguiendo El Club de la lucha, podríamos seguir dándole hilo a la cometa y hablar de la leche condensada y del café descafeinado. O de los inventos de la OMS sobre lo que debemos beber y comer, que eso sí que es como la crítica musical, un gran invento. Wilson habla del valor de las encuestas (está claro que no ha estudiado ningún ensayo sobre el valor de las encuestas políticas en España y sus errores en los continuos comicios y en los que vendrán). Metiéndonos en camisas sin once, que no soy sastre, el concepto de hortera o cursi ha llegado hasta lo que bebemos, y en ello tenemos los ejemplos florales de los gintonics: hasta el que no tiene para pagárselo lo hace, para poner la foto de su careto en su perfil de su red social favorita (y en las otras también). Y citando a Bourdieu, habla del "habitus", y de la educación que hemos tenido cada uno de nosotros y como combinamos las expectativas, las capacidades y las actitudes que tenemos gracias a nuestra educación. ¿Somos cool? ¿Queremos ser cool? ¿Tenemos que decir en mitad de una conversación que nos encanta la banda sonora de la serie que ha hecho la BBC sobre la novela Guerra y Paz? Difícil de contestar, de verdad. Y si te gusta una canción de Lily Allen, pues te gusta. Y punto. O a tantos de mi generación, que se han sumado a ese viento del norte que dice que solo les gustan Los Planetas antes de pasar(se) al Flamenco. Y partiendo del "capital cultural", nos metemos en todos los jardines intelectuales que queramos, tantos o más jardines que puedes pedir en la gintonería de moda o en el bar de moda o en la funeraria de moda (viva A dos metros bajo tierra). ¿Podemos asegurar como lo hace Wilson que nadie es un verdadero omnívoro? Dice el CW que "tener gusto significa excluir". ¿Tener gusto significa tener que ver tres veces las cinco temporadas de The Wire? La música, como arte, es falsificación, otra de tantas, la penúltima de muchas etapas de la mentira. Y, además, según CW, está el problema del exceso en la música, en la pintura, en la rabia, en la monumentalidad y en todo lo podamos (o queramos) imaginar. Siempre dándole hilo a la cometa de la imaginación, siempre maquinando ruido y rabia, siempre maquinando dolor y placer. Y el sentimentalismo como truco de marketing llevado a la enésima potencia musical, en Las Vegas, ejercitando la lágrima y el músculo, el billete desde el aeropuerto, el sexo, las drogas y el alcohol como actores secundarios de la pantomima. Vamos a gastar, no a ver a Dion como hace nuestra compañera filipina con gafas de sol en mitad de ese engendro al mal gusto que son Las Vegas. ¿Y por qué el tres de espadas y no el as de copas? Siempre debemos apostar por el as de copas, CW. Y la pregunta, más que saber dónde habitan los adultos normales, debería ser saber definir lo que son los adultos normales. Adultos normales, casi nada al ordenador en el que se reproduce una y otra vez la banda sonora de la serie televisiva de turno. O no. Amor personal o geopolítico, pero amor es lo que necesitas según CW. Bendito sea el dulcísimo nombre del Creador. ¿Y por qué hemos dejado de utilizar la palabra gusto? Y tantas y tantas preguntas que se hace CW y para las que no tenemos respuesta, o si tenemos respuestas no son las respuestas que queríamos tener. Buen gusto, mal gusto, mi vecina sacudiendo las sábanas a las once y veinte de la mañana mientras termino de leer este libro. ¿Sacudir ese conjunto sabanero es mal gusto o mal gusto? El enredo, como la música, sigue creciendo y es una percepción particular. Y no estoy de acuerdo con CW con eso de que al llegar a la edad adulta hay que volver(se) democrático. ¿Qué es la democracia del gusto? ¿Dónde está? ¿Cuál es su norte? ¿De verdad escribió Marx que la vergüenza es un sentimiento revolucionario? No sé a que lado de la trinchera del gusto me podría quedar, pero siempre querría en mi ejército a Jack White, en cualquiera de sus múltiples grupos, con canciones propias o ajenas, con parienta al lado o pelujones a diestra y siniestra. Añade CW que nuestros juicios de valor (ya sean a priori o a posteriori) son borradores de la Historia del arte con mayúsculas (ufffffffffff), pero siempre revisionables, siempre puestos de nuevo en tela de juez (esos jueces que obscenamente son nombrados por políticos, y que a su vez deben juzgar a los políticos [como dijo Gallardón en su primer discurso como Ministro de Justicia del gobierno español rajoyesco]).
Coda: Debo ser uno de los pocos tipos cerca de 39 años de un país medianamente incivilizado que no ha visto Titanic y que no ha escuchado un disco de Céline Dion. Todo lo que escribe CW sobre Céline Dion está exageradamente bien, pero con el hiperclásico ejemplo de Dion podríamos poner miles en la música popular. No me interesa el personaje pero si todo lo que está alrededor del personaje.
Coda 2: Del prólogo de Nick Hornby no se puede añadir mucho, que recuerda mucho a 31 canciones. El epílogo de Manolo Martínez habla de la exploración general del mal gusto, de la infantería de los que escuchan (muchos, pocos, bastantes) y su imposibilidad para cambiar el rumbo de lo que nos venden.
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