Hace 3 horas
jueves, 20 de febrero de 2025
El borde cortante
Tenemos mucho chalado alrededor. Cuatro de cada cinco, decía el hombre de la camisa verde (sin contarse él, que estaba en una categoría superior al chalado, por supuesto). Si a eso sumamos la adolescencia, con su etapa previa y posterior, se crea un clima que ríase usted del infierno (o de la tundra, que eso también lo decía mucho EHDLCV). Pero El borde cortante nos lleva al extremo, al hospital y a su fuga en re menor, entre autobuses y palmeras, de tipas cuya vida “ha sido una infinita sesión de terapia”. Ahora utilizamos muchos eufemismos para todo, soltamos “salud mental” para no llamar a las cosas por su nombre, rebautizamos todo para no definir a los locos como locos y a los gilipollas como gilipollas. Todo empieza en el colegio, sigue en el instituto y, entre apareamientos varios y retos virales de redes sociales, termina en lo que antes era la universidad y ahora una ludoteca subvencionada con profesores en bambos y mascando chicles. Y los papás, o los que hacen de papás, tienen su culpa, aunque algunos ya llevan la locura en los genes. El borde cortante, pese a que creo que le sobran páginas, se hace de lectura fácil y diálogos rápidos (aunque con demasiada terminología entre confusa y loca, nunca mejor dicho), y contiene una sorna que nos lleva “del Tercer Reich a Torre Pacheco”. Entre el Luis Valenciano y el Román Alberca, siempre nos podemos encontrar a individuos con esas retinas ilustradas con palabras por el autor: “Los ojos, que son claros y que transmiten la sensación de ser una puerta cerrada para siempre”. Me gusta la valentía de Ginés Sánchez para llamar la atención sobre la contaminación, sobre la corrupción (“Primero pones a un consejero de Agricultura que sea negacionista de esto, ¿me sigues? Y luego pues ese consejero empieza a hacer trampas. Venga, hagamos una comisión que regule los vertidos. Y se hace la comisión, claro. Pero luego el mismo consejero se olvida de darle dinero para que trabaje. O de darle competencias. O se olvida de establecer cuál es el órgano que tiene que hacer las inspecciones. O se olvida de decir cómo hay que hacer los controles. O a quién hay que inspeccionar…”), sobre las tradiciones envejecidas convertidas de sábado fiesterosardinero en Murcia (“¿Esto qué son? ¿Reminiscencias de la marquesa tirándoles monedas a los pobres o qué pelotas?”), sobre la cultura de la cancelación (“¿Fue por lo de Orenes en sí o por lo del presidente acodado en la barra del casino los sábados por la tarde?”) y el pirañeo propio de una región que vive en una cloaca permanente en lo político y en lo ecológico porque “cuando entran en juego los intereses, pues empiezan a sonar los teléfonos”. Creo que habría quedado mejor, como entiendo yo la lectura, si se hubiese centrado más en lo salvaje de lo contaminado que en esos seres destrozados carne de locódromo, pero siempre está bien magnolializar el relato, aunque no te apellides Anderson y seas Sánchez: “Cuando se viven determinadas vidas, el suicidio es más que algo aplazado”. Y como todo es mentira, ya sabemos que “la verdad no existe y esa es la única verdad”.
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