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miércoles, 11 de julio de 2012
The Killing. Segunda temporada
Cuando pasas como 26 capítulos esperando un final, no te esperas siempre un acierto. Ni mucho menos. Nada es lo que parece pero hay armarios que es mejor no abrirlos. Un armario puede tener ropa, puede tener mierda, puede tener discos, puede tener fuego interno a punto de incendiar neuronas. ¿Qué es lo peor? Saber. Y no hay que saber, hay que tener gente cerca a la que agarrarse, gente que sepa por ti. ¿Es peor saber la verdad de todo lo que nos afecta? ¿No es mejor simplemente mirar para otro lado y olvidar eso que te llevará a la muerte? Eso, porque eso, y todo lo demás, te llevan a la muerte. Rosie Larsen se deja las uñas en la puerta de un maletero de coche mientras grita antes de tragar agua sucia de una laguna aún más sucia. La habían llevado a ese paraje demasiadas curiosidades. Estoy en desacuerdo con Holder, que habla de la casualidad a la hora de pillar a la última mano que llevó a ese coche a hundirse. No hay casualidades en la vida. El que piense eso, es que tiene un mal perder, es que dejará su muerte al azar, a un infarto mientras veía un partido de los Sonics, hace años, en mitad de la lluvia que no para. Para ser Seattle, por cierto, chicos de la AMC, debería llover mucho más, os lo digo por si hacéis la tercera parte de The Killing. Llamad a David Fincher y a sus secuaces de Seven, que eso es lluvia, eso es atmósfera que llueve sangre y corta cabezas con entereza. Rosie Larsen, una vida increíble, una muerte rápida. Pero en su vida, en su familia, como en todas, había muchas cosas vulgares. Los silencios, las miradas perdidas, una madre que iba a conciertos de Soundgarden, y del padre, del padre mejor no hablo. Lo de Stan Larsen es de manual, y si escarbamos un poco seguro que lo encontramos en Baltimore con los polacos de The Wire. Y todos tenemos problemas cuando la tormenta arrecia granizo día tras día. Problemas, seas guapa o no. Todo llega. Hay personal que siempre dice estar bien. Como un día me dijo JJGH, entre clases alquerienses y ucamianas, eso es imposible. El mejor paraguas, incluso, hay días, que es inútil ante el aguacero.
También esta segunda temporada de The Killing, esperando por si hay que investigar a ese muerto cerca del aeropuerto, se centra mucho más en la cuestión psicológica y en los sentimientos. Pasarlo mal, y hacerlo pasar mal a los demás. Cuando estás fatal, parece que no queremos que los demás lo pasen bien. Todos a la mierda. No te puedes emborrachar, que la FAD se enfada, no te puedes chispar porque hay hambre en Eritrea, no puedes soplar un rato porque la próxima cita de Eurovisión es en Suecia, no te puedes embriagar pese a encontrarte el careto de las ñiñas zetaperianas con su gótico personal. Nada. No puedes. Cada uno tiene el infierno que se merece, en plan capitán Alatriste. La tía, los padres, la madre, el niño huérfano de Papalandia, la viuda bebe floreros, los tatuajes ninja, los hijos que escapan por ventanas y aeropuertos. Pero al final se resume todo en pocas palabras: no hay escapatoria. Lo pienses como lo pienses (y ya sabes lo que dice Guy Ritchie de pensar), estás perdido. Es cuestión de tiempo. Te tocará a ti enfrentarte a toda esa mierda historicista que lo mezcla todo y deja un sabor extraño, una fórmula que no vas a investigar.
Dejo para el final el tema más asqueroso: la política. Esta temporada, como la quinta wireniana, como la primera de Homeland, nos muestra su verdadera realidad. Una mierda, un desagüe de una megalópolis. Y la figura del alcalde… como todos los alcaldes. Da igual que sea Ojós que Buenos Aires, Méjico con jota que Mazarrón. En fin, que si este verano, estés en paro o no, puedes conseguir doce horitas, ya sabes que The Killing no te defraudará. O tal vez, sí. Y punto.
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