viernes, 10 de enero de 2014

El viajero de Leicester

No soy aficionado a la literatura fantástica. Ni al cómic. Ni al cine de ciencia ficción. No lo soy porque no le pongo imaginación al asunto: no me creo casi nada, porque todo es mentira. En la literatura fantástica, también. Esto lo comento porque llegué a El viajero de Leicester a través de Nuestros hijos volarán con el siglo de Juan Pedro Aparicio. No sé explicar las novelas fantásticas sin destriparlas, pero da igual. Lo importante es que te cautiven desde el principio con buenos diálogos, y, sobre todo, que no lo fastidien con los pequeños detalles. Si te fijas en esos detalles y no ves imperfecciones, entonces se puede avanzar en la lectura como ocurre con El viajero de Leicester. Y, al igual que con Nuestros hijos volarán con el siglo, me gusta el tratamiento del final de la novela que le da Juan Pedro Aparicio. Los matices más o menos intelectuales, la solemnidad, el misterio, el acento inglés, la cortesía y todo lo demás. Una novela de tragos cortos, y creíble a ratos, lo que para mí es todo un logro. Es verdad que el estancamiento de la muerte temprana es difícil de tratar, muchas veces engorrosa, brumosa la mayoría de ellas. Y esa Cristina recurrente, niña casi siempre, turbadora en su ingenuidad y en sus preguntas por el amor y el dolor, por el desamor y los labios. Y el Café Central, ese lugar donde nos encontramos de vez en cuando y si no, nos encontraremos. Fantasía con mayúsculas. Y punto.

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