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miércoles, 28 de mayo de 2025
József El Húngaro
“La edad adulta no es más que el arte de ponerse cómodo ante una frustración constante”, escribe José F. Peláez en el prólogo de József. Me costó varios reinicios József, porque no terminaba de arrancar, porque no hay tiempo en la sociedad contemporánea cuando uno con la crianza se despista (y el trabajo y todo lo demás). Sobre el Juez, dueño de ideas ajenas y propias, escribe el autor, Luis Enríquez, nada más introducir el asunto: “El Juez acreditaba una resistencia al alcohol digna de un espía del KGB”. Esperaba menos contexto en las ciento y pico primeras páginas de József. No quiero decir que no estén bien escritas, que lo están. Son pulcras, sencillas y se entienden, que hoy hace mucha falta que lo que se lea y sea original, se entienda (yo no soy capaz de escribir algo que se entienda, la verdad). ¿Por qué me gusta József? Porque deja claro la diferencia entre grados de líquidos que vienen de las islas europeas; porque deja perlitas de esas que soltar y con las que me río solo [“Yo nunca pregunto. Le suele sentar mal a mi horario”]; porque deja claro que no todo está escrito en los genes y las teles (“sin saberlo, estaba sembrando en su cabeza la semilla de la fascinación por la cultura occidental”); porque hace una reivindicación de San Patricio que no hay Sumo Pontífice tras cónclave que la crucifique mejor (“No hay nada que inspire más temor en Europa que los irlandeses”). Tengo dudas si a Luis Enríquez le interesa más la historia de József o cómo contar la historia de József. A mi que me gusta el gris, quiero ser tipo oculto en mitad de ciento y pico profesores en claustros desagradables, me gusta leer frases como la de la 75: “Tu trabajo es pasar desapercibido y, si lo haces bien, al terminar la noche, nadie recordará que estabas en la puerta”. No he leído nada de H.T. aunque siempre recordamos películas, y Las Vegas, y esas volteretas de Granada que te preguntan sobre la necesidad de dar la espalda. Escribe también LE juntando en una frase juzgado y tragedia, y sobre “barracones que huelen a pan y café” y aquello que da miedo (“la vuelta a una vida previsible”). “Mil demonios ocupando tu lugar”, cantaba Jota con Los Planetas en esa canción que se repite multiplicando diablos y sitios. Y luego, el diván: “Verá doctora, usted es francesa. No tiene ni idea de lo que es vivir en un país como Hungría. Allí no hay caminos correctos. O caes de un lado de la mafia o del otro. O te conformas con una vida gris en la que nadie se fije”. Y en ese día, con o sin preguntas, ponemos interrogaciones sobre lo que nos viene sin esperarlo, compartiendo almohadas, cojines y distintos muebles que deberían saltar por un décimo piso directos al vacío: “Lo cotidiano no volvió nunca a parecerle tedioso”. Espejismos que se diluyen, que diría EHDLCV. Caídas ladrillescas que “es imposible resumir con oraciones estasísticas” (eso también lo decía mucho Ginés Caballero). Hoy no es 18, pero escuchamos mezclando, como József en la 148, con “despreocupación” e incluso con “ilusión”. Esas palabras, perdidas hoy en mi diccionario personal, en este József, dan aire fresco a un cielo contaminado del que no podemos salir (o, quizás, del que no queremos salir, o no nos dejan salir). Pero al final la vida es pum pum y “el boxeo tiene reglas y límites y el combate cuerpo a cuerpo no”. Y como en otra canción, canta Ricardo Vicente y su Roméo Dallaire, y recordamos a hutus, a tutsis y aviones y ese ocho-cero-cero- que no sabemos lo que es pero que da miedo igualmente. Kigali al poder. Iglesia, mercado, radio y feudalismo en el nuevo Apocalipsis sin Patmos ni vuelta atrás en la barca, porque no hay barca: “Los mismos matones en todos los países. Las mismas amenazas. Su arrogante forma de atemorizar a los débiles. Y el puto tendréis noticias”. Café, fronteras y jodiendas con vistas a una línea de cartabón (solo pensar en el olor de ese viaje, de ese paso entre mierdas y arenas, da miedo). Pero, al final, todo es una versión de algo anterior. Algeciras, paso y ese “con eso que lleváis parecéis nazis disfrazados de moros” que te hace sonreír en mitad de una clase de Mantenimiento de Vehículos de la Formación Profesional Básica. Ítaca, los viajes y esos libros que no se leen ahora en los institutos salvo en asignaturas escondidas de los programas educativos y que algunos, con empeño, consiguen que salgan adelante. Pasaportes falsos y como en The Office (porque EHDLCV decía que estaba todo en TO): “Me siento incapaz de traducir gazgpacho” [Me dijo antes de esa romería de la que volvió pero no volvió que era más fácil traducir salmorejo]. Hágase querer por el permiso de personas ajenas. La llegada al Poniente y esas cosas que suponemos que son de una manera y luego nunca llegan. Y ese “prefiero no saberlo” de la 244, que se nos repite muchas veces en la vida ante preguntas incómodas ante la familia de carné. De puto carné. Y medita (eufemismo) el autor sobre ese pasar de mañanas y tardes y noches que son iguales: “Los días pasaban volando, como les sucede a las personas con todas las piezas de su vida perfectamente encajadas”. Encajadas. Copas de yate (¿eso qué pijo es?, decía EHDLCV). Copas de yate es, asegurar, como en en el último guión de la 252, que todo el mundo vuelve a casa después de hacer otras cosas aunque tenga un anillo en el anular. Pero hay semáforos, hay colegios, hay cebras con pasos que no se pueden saltar, hay frases con las que asumir que este país (o lo que queda de él), como el Animal de Pearl Jam, es así: “Ser gilipollas es legal en España. Si no, las calles estarían vacías”. Vacías, joder. Y aunque esperabas más, el libro acaba (como si fuera una canción de El Niño Gusano, “concedí un deseo, todos se cumplieron, todos menos el mío”) como debe acabar: “Me horroriza pensar que el destino de un hombre bueno depende solo de factores adversos incontrolables. Que, al final, todo sea arbitrario. Que no haya en la vida algo de justicia”. Y yo también me acuerdo de las columnas de David Gistau todos los días, aunque siga siendo incapaz de traducir gazpacho. El jodido gazpacho.
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